"Ordenando cuchufli": imagen de Cieloyotro, en Flickr TM
¡Barquillos… barquillos!...
Al atardecer, un vozarrón áspero fue barriendo la playa de izquierda a derecha, levantando a su paso en la brisa un eco infantil de revoltosos chillidos:
¡Barquillos… barquillos!
Una niña abandonó sus juegos entre la espuma de las olas y corrió rauda desde la orilla hacia la sombrilla donde su madre descansaba:
- Mamá, mamá... ¡barquillos!...
El muchacho ciego, abandonado en la arena como despojo de un naufragio, recordó repentinamente el gusto dulce de la crujiente golosina, y como hablando consigo mismo se atrevió a susurrar:
- ¡Barquillos!...
El sol del poniente se licuaba sobre las bateas, esmaltándolas de un charol hiriente, metálico.
Hombre y mujer salieron del mar, atravesando una oleosa sopa de algas cálidas y viscosas. Tambaleantes caminaron unos pasos, cogidos de la mano. Él, espigado y bronceado, comenzó a saltar a la pata coja, la otra pierna encogida tras de sí como avergonzándose de tener distintos los pies, inclinada la cabeza hacia el lado izquierdo. Ella, de suaves y confortables curvas, imitó los movimientos de su amado. A buen seguro, ahora el agua estancada en sus oídos les haría renunciar definitivamente del buceo en las turbulentas aguas del arenal. Entonces, los pequeños peces y crustáceos descansarían tranquilos, mientras las aves marinas que sobrevolaban el tímido oleaje añoraban tiempos de pesca más productivos.
¡Barquillos… barquillos!
El perro callejero que acompañaba a la anciana encorvada se levantó y corrió veloz tras la sombra de las gaviotas. Derrotado por el imprevisto y vano esfuerzo, olfateó el viento salitroso y orinó sobre una de las torres del castillo que los niños habían levantado en la playa. Un pequeño pelirrojo persiguió al can para espantarlo. Pronto cambió de idea, cuando escuchó aquella voz potente y cascada que recorría la playa de derecha a izquierda:
- ¡Barquillos… barquillos!
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