La semana pasada descubrí en Twitter una noticia que me llamó poderosamente la atención. Venía a decirnos que el 52% de los pacientes que padecieron un cáncer durante su infancia consideraban esta experiencia como positiva, frente el 24% que la catalogaban como negativa. Estos porcentajes no son nada desdeñables, dado que en la actualidad la tasa de curación de esta patología se aproxima al 80%, en cifras generales.
No me gusta ver a los niños malitos. Ni siquiera por un catarro, y mucho menos por una enfermedad grave. Tratando de buscar más información al respecto, me encontré con las tablas de supervivencia de los pequeños con cáncer en España, y me llevé una agradable sorpresa. Entre 1980 y 1984, época en la que yo mismo era un estudiante más de la Facultad de Medicina de Santiago de Compostela, el porcentaje de supervivencia de todos los cánceres infantiles después de haber transcurrido 5 años desde su diagnóstico apenas alcanzaba el 54%. Sin embargo entre los años 1997 y 2000 dicha cifra se había incrementado hasta el 74%.
Los tumores más frecuentes seguían siendo las leucemias, con un 23% del total, seguidas por las neoplasias del Sistema Nervioso Central, con un 18%, y por los linfomas, con un 13%. Pero, ¿cuáles eran las causas que justificabann un incremento del 20% en la supervivencia del cáncer infantil desde el inicio de la década de los 80 hasta finales de los 90? ¿Pediatras y oncólogos más cualificados?, ¿tratamientos más eficaces?, ¿avances sustanciales en el diagnóstico precoz?, ¿mejor estado de salud de la población infantil en general?, ¿alimentación más adecuada?, ¿hospitales más modernos?... Posiblemente una combinación de todo lo anterior.
El cine español tampoco ha podido mantenerse al margen del sufrimiento infantil, y poco a poco han ido saltando a la gran pantalla historias protagonizadas por pequeños enfermos de cáncer, desde los pelados de “Planta 4ª” (Antonio Mercero, 2003), que arropaban sus travesuras hospitalarias bajo el lema de no somos cojos, somos cojonudos, pasando por la laureada “Camino” (Javier Fesser, 2008), basada en la historia real de una niña que se enfrenta con serenidad a un devastador cáncer neurológico, hasta las más actuales como “Vivir para siempre” (Gustavo Ron, 2010), en la que un niño de 12 años quiere comerse el mundo mientras lucha contra la leucemia o “El vuelo del tren” (Paco Torres, 2011), en la que una madre no pierde la esperanza de que su hija pueda vencer a la leucemia.
En “Cartas a Dios” (Eric-Emmanuel Schmitt, 2009), un niño con un cáncer terminal le escribe misivas a un Dios en el que no cree, pero que le ayuda a aceptar la muerte como parte inevitable de la vida. Pequeño ángel herido.
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