"Good to Eat". Así reza el título de un libro del ya
desaparecido antropólogo Marvin Harris. Lo descubrí en 1989, en su edición de
libro de bolsillo publicado por Alianza Editorial. Lo he vuelto a repasar en
estos días. En sus primeras páginas, Harris se apoyaba en la retórica deseando
que los humanos nunca llegásemos a llenar nuestros platos de comida con
excrementos.
En el verano de 2011 descubrí una noticia que me provoco cierta
intranquilidad. La he mencionado en alguna que otra ocasión. El doctor
Mitsuyuki Ikeda, del Laboratorio Okoyama, había conseguido desarrollar una
“carne” con 63% de proteínas, 25% de hidratos de carbono, 9% de minerales y 3%
de grasas a partir de los excrementos obtenidos en las cloacas de Tokio.
Filetes reciclados, a los que los investigadores le añadieron cierto tono
encarnado con colorantes y un toque especial empleando soja. Lo cojonudo del
tema, si me permiten la expresión, es que los osados catadores de tan innovador
producto aseguraron entonces que aquello sabía a… ¡carne!
Y es que a pesar de tanto
publicado sobre el tema, en cuestiones de comer todavía no hay nada escrito.
Los primates humanos somos omnívoros, mejor dicho, disponemos de un aparato
digestivo capaz de procesar infinidad de alimentos de origen vegetal, animal y
mineral, como la sal o el agua. Pero semejante inmensidad no resulta sinónimo
de infinito, pues no podemos digerir grandes cantidades de celulosa. Excepto la
contenida en brotes, como los espárragos, los cogollos y los tallos tiernos,
como los palmitos, por ejemplo.
Respecto a la carne propiamente dicha, la carne
roja procedente de cadáveres de mamíferos, muchos expertos defienden que los
humanos no somos carnívoros, en el sentido más estricto del término. No somos
capaces de asimilar el tejido muscular de los mamíferos recién cazados (o
sacrificados) sin someterlos a diversos procedimientos culinarios. Al respecto,
nuestros primitivos ancestros se convirtieron en carroñeros apurados por la
necesidad en épocas de hambruna por la escasez de vegetales. Todos los animales
carnívoros suelen tener garras y dientes potentes, afilados y puntiagudos para
desgarrar la carne. Nosotros no. Tenemos molares aplanados. La saliva de los
carnívoros procede de glándulas pequeñas, siendo ácida y sin ptialina o
amilasa, la enzima necesaria para descomponer el almidón y transformarlo en
maltosa. Sin embargo, la saliva humana es rica en este fermento. Nuestro
estómago tampoco contiene la concentración de ácido clorhídrico que los
carnívoros emplean para disolver y asimilar tegumentos, tendones, cartílagos y
músculos de sus presas.
El propio Marvin Harris escribió en 1974 otro ensayo
titulado “Vacas, cerdos, guerras y brujas: los enigmas de la cultura”, donde
explicaba el culto a las vacas sagradas en la cultura hinduista y el amor
interesado por los cerdos de algunos habitantes de Nueva Guinea. Cultura, moral,
nutrición y gastronomía. Aquí caben todas las combinaciones que se les ocurran.
Sostiene Aloysius, sin ánimo de ofender a nadie, que cuando hace décadas
escuchaba hablar de los enemigos del alma, Mundo, Demonio y Carne, nunca llegó
a pensar que la Organización Mundial de la Salud (OMS) iba a identificar al
último con las carnes rojas y procesadas.
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