"PROMETHIUS" óleo de ULYANA GUMENIUK (c)
En 1953, Los Dres. Henri Bon y François Leuret, este último en calidad de Presidente del Departamento Médico de Estudios Científicos de Lourdes, escribieron en su libro “Las Curaciones Milagrosas Modernas”:
”espontáneamente o merced a la súplica del hombre, Dios interpone, y por decirlo así, aporta una modificación al desarrollo aparentemente automático de las cosas. Tal es la zarza ardiendo que admira Moisés porque se incendia sin quemarse; o el mar que se abre para que pase el pueblo hebreo;…o la multiplicación de los panes y los peces por Cristo…o la resurrección de Lázaro; o la del propio Cristo, muerto en la cruz, derramada y agotada toda su sangre con la lanzada, y puesto en el sepulcro. Esto es el milagro: derogación de las leyes aparentes del mundo”.
Dejando transcurrir nuestra vida por las calles y rincones de Ourense también podemos ser testigos de milagros, no en el sentido estricto de los piadosos galenos franceses, pues la derogación de las aparentes leyes del mundo físico no es estrictamente necesaria; más bien al contrario, su corroboración y admiración se convierten aquí en imprescindibles.
Escampa después de un chaparrón intenso. Ha dejado rebosantes charcos de agua plateada entre las piedras que forman el suelo de la calle Colón. Como un Mercurio adolescente, caminando ligero desde la Plaza Mayor hacia el Jardín del Posío, el sol de mediodía se refleja cegador sobre el empedrado, transformando en una joya valiosa aquella experiencia del devenir por el trayecto del laborioso barrio de los artesanos. Veloz regreso de vuelta a casa, para contarles a las palomas que revolotean en la Iglesia de la Trinidad cómo sabía el primer beso de tus labios.
Domingo por la mañana; mientras los vecinos más madrugadores se despejan bajo una ducha cálida o degustan ociosos su desayuno ojeando las páginas de las ediciones dominicales de los diarios, me siento a escuchar el paso del tiempo al abrigo de los soportales de la Plaza del Hierro. La ciudad está desierta y es mía. La fuente, gris y melancólica, canta susurrante una tonada antigua que apenas rompe el silencio del amanecer. Austera paz monacal; no en vano la fontana cambió de domicilio allá por los tiempos de la desamortización de Mendizábal. O eso dicen. Y de repente, las piedras vestidas de verdín me relatan un cuento mágico, pues hubo una vez que uno de los caños de esta fuente en vez de agua vertió vino, litros y litros de brebaje tintado, milagro en el que algo tuvo que ver un accidente doméstico en la bodega de la cercana taberna de los hermanos Bouzas. ¿O tal vez sería una broma pagana del travieso dios Baco, despechado ante la indiferencia de las musas calpurnias que recónditas habitan al calor de As Burgas?
El sol se va a ocultar en el horizonte, en un momento mágico tan apasionante como ese justo instante cuando la madera cruje antes de comenzar a arder. Los estorninos ya anuncian la bonanza y el cielo progresivamente torna de un azul eléctrico a un violeta claro, la cúpula de la Catedral se engalana con una gasa tornasolada mientras una precoz estrella comienza a brillar en el firmamento. No es el cielo de Madrid. Es el hechicero de Auriavella.
Dejando transcurrir nuestra vida por las calles y rincones de Ourense también podemos ser testigos de milagros, no en el sentido estricto de los piadosos galenos franceses, pues la derogación de las aparentes leyes del mundo físico no es estrictamente necesaria; más bien al contrario, su corroboración y admiración se convierten aquí en imprescindibles.
Escampa después de un chaparrón intenso. Ha dejado rebosantes charcos de agua plateada entre las piedras que forman el suelo de la calle Colón. Como un Mercurio adolescente, caminando ligero desde la Plaza Mayor hacia el Jardín del Posío, el sol de mediodía se refleja cegador sobre el empedrado, transformando en una joya valiosa aquella experiencia del devenir por el trayecto del laborioso barrio de los artesanos. Veloz regreso de vuelta a casa, para contarles a las palomas que revolotean en la Iglesia de la Trinidad cómo sabía el primer beso de tus labios.
Domingo por la mañana; mientras los vecinos más madrugadores se despejan bajo una ducha cálida o degustan ociosos su desayuno ojeando las páginas de las ediciones dominicales de los diarios, me siento a escuchar el paso del tiempo al abrigo de los soportales de la Plaza del Hierro. La ciudad está desierta y es mía. La fuente, gris y melancólica, canta susurrante una tonada antigua que apenas rompe el silencio del amanecer. Austera paz monacal; no en vano la fontana cambió de domicilio allá por los tiempos de la desamortización de Mendizábal. O eso dicen. Y de repente, las piedras vestidas de verdín me relatan un cuento mágico, pues hubo una vez que uno de los caños de esta fuente en vez de agua vertió vino, litros y litros de brebaje tintado, milagro en el que algo tuvo que ver un accidente doméstico en la bodega de la cercana taberna de los hermanos Bouzas. ¿O tal vez sería una broma pagana del travieso dios Baco, despechado ante la indiferencia de las musas calpurnias que recónditas habitan al calor de As Burgas?
El sol se va a ocultar en el horizonte, en un momento mágico tan apasionante como ese justo instante cuando la madera cruje antes de comenzar a arder. Los estorninos ya anuncian la bonanza y el cielo progresivamente torna de un azul eléctrico a un violeta claro, la cúpula de la Catedral se engalana con una gasa tornasolada mientras una precoz estrella comienza a brillar en el firmamento. No es el cielo de Madrid. Es el hechicero de Auriavella.
1 comentario:
Es prodigioso, cómo escribes.
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