Así, de repente, sin apenas quererlo, los médicos ya estamos metidos de lleno en una nueva controversia. Aunque se acometen (y prometen) novedosas propuestas para intentar rebajar la carga burocrática en las consultas, lo cierto es que una parte no desdeñable de la actividad asistencial se consume en el papeleo. Muchas veces necesario, pero latoso.
Traigo aquí a colación el ejemplo de los certificados y otros informes facultativos. En determinadas etapas del año (inicio del curso escolar, temporada de balnearios, oposiciones, trabajo de brigadas especiales) a nuestras puertas llaman algunos usuarios cuyo único motivo de consulta es la necesidad de cobertura de un documento de estas características.
Una niña se va a cambiar de colegio y allí le exigen un certificado médico. Primera discrepancia: en el centro escolar le han asegurado que sirve un papel cualquiera con un membrete. Falso, pues si exigen un certificado médico, sólo existe un modelo oficial (que no es gratuito y que se compra en el Colegio Oficial de Médicos). A continuación, iniciamos el repaso histórico de las patologías registradas en la historia clínica de la muchacha en cuestión. Revisamos además su calendario vacunal. La tarea administrativa se multiplica tantas veces como el número de hermanos que se van a mudar de aulas. Es la única ocasión en la que prefiero a los hijos únicos.
Una pensionista y su marido se han acogido a un programa subvencionado de balneoterapia. Aportan un impreso estándar, donde apenas cabe la descripción de las enfermedades padecidas y los tratamientos para las mismas. Terminada la confección del listado patológico, finalmente queda bajo la responsabilidad del médico firmante decidir si los baños termales serán o no perjudiciales para los usuarios, algunas veces incluso en contra de su criterio, pero ¿quién se atreve a denegarles tales peticiones ante el despliegue de tantos derechos?
Un fornido joven, de aspecto ultrasaludable, acude con un certificado médico oficial en la mano, requisito previo necesario para poder presentarse a unas oposiciones para un cuerpo profesional (bomberos, policía, vigilantes, etc). El médico apenas le conoce, porque como siempre ha estado sano, nunca ha acudido a consulta. Con un poco de suerte, en el archivo sólo figura su historia clínica pediátrica. Aún así, al profesional facultativo se le exige que certifique que el prójimo en cuestión está capacitado para la realización de las pruebas de máximo esfuerzo necesarias para el desempeño de tal profesión de riesgo. Y encima, no podemos realizarle las pruebas diagnósticas necesarias para tal certificación ya que el plazo de entrega de la documentación termina… ¡mañana!
Un futuro miembro de las nuevas brigadas forestales antiincendios, de aspecto tan lozano como el anterior aspirante opositor, reclama un certificado médico similar, con la salvedad de que ahora el médico debe hacer constar exactamente el texto que la administración ha publicado en el diario oficial, porque si no, no vale… Entonces ¿quién y qué certificar?
Para liberarme del empacho burocrático, Aloysius me ha regalado una estampa del cuadro de Sir Luke Fildes titulado “The Doctor”. En el apartado dedicado al lado humano de la medicina de la web especializada Fisterra, un médico de familia bajo el seudónimo de Asclepio comenta esta obra con una vigorosa lucidez:
"Esta es una de las pinturas de tema médico más conocida y siempre ha despertado en mí un intenso sentimiento de emoción. En plena época victoriana, el médico parece esperar la crisis de la enfermedad del niño enfermo, después de una noche en vela (la claridad del alba parece vislumbrase por las rendijas de la ventana cerrada). En actitud meditabunda, la mano en el mentón, reclinado sobre el paciente parece estar dispuesto a esperar el tiempo que haga falta hasta el desenlace de la enfermedad que le ha obligado a pasar la noche fuera de casa. El niño enfermo, duerme en una improvisada camilla sobre dos sillas. Una taza de café o té sobre la mesa. Un frasco de jarabe medio lleno. La madre derrumbada y agotada por la angustia y la espera, recuesta su cabeza sobre la mesa. En la penumbra del fondo, el padre se mantiene de pie y coloca su mano en el hombro de la madre, en un intento de confortarla y de buscar apoyo. Su mirada parece estar más atenta de la expresión de la cara del médico que de su hijo. Siempre me han impresionado dos cosas de este cuadro, por lo difícil que a mí mismo me resulta lograrlas en situaciones parecidas. De un lado, la serenidad del médico ante una situación grave, que parece comprometer seriamente la salud del enfermo. De otra, la capacidad de esperar el desenlace de la enfermedad cuando se ha hecho ya todo lo que era posible hacer. Cuando hago avisos a domicilio en casos urgentes o visito a pacientes terminales gravemente enfermos, esta imagen siempre me viene a la cabeza y me gustaría que con el recuerdo también me proporcionaran las cualidades que tanto envidio".
Recientemente he podido contemplar este cuadro en la TATE GALLERY. Debo reconocer que es bellísimo. El tratamiento de la luz y de las imágenes difuminadas de los padres del niño enfermo es magistral. Según información de la galería, la muerte del propio hijo del pintor en 1877 inspiró esta sobrecogedora pintura. Se trata de un homenaje al médico que lo atendió, el Dr. GUSTAVUS MURRAY.
Al romper el alba, la escena describe a un niño que comienza a recuperarse tras una noche de angustia y enfermedad. Para hacer este retrato más convincente, parece ser que Fildes construyó el interior de un cuarto rural en su sala de trabajo, enfrentado la luz de la ventana de la pintura frente a la de la ventana del estudio. El artista madrugaba cada día para poder captar cómo ésta comenzaba a brillar.
Una obra maestra que, al fin y al cabo, representa la veneración de un artista ante el abnegado heorísmo cotidiano de un simple médico de cabecera.
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