Generalmente, cuando uno toma la decisión de comentar cuestiones relacionadas con las enfermedades infecciosas no es conveniente alarmar, pero tampoco banalizar. Esta premisa también debe respetarse en el caso de la gripe. Comunmente, cuando nos referimos a ella, pudiera parecer que nos encontramos ante una enfermedad benigna, cuyos síntomas, en la mayoría de los casos, no van más allá de un malestar catarral acompañado de fiebre y dolores musculares y articulares, o ante una patología previsible, frente a la cual disponemos de un amplio arsenal terapéutico, basado en la potencia de las vacunaciones y en los modernos fármacos antivirales.
La realidad es bien distinta, pues la gripe o influenza es una de las enfermedades infecciosas más contagiosas capaz de provocar, en situaciones de epidemia, una mortalidad nada desdeñable. Desde la década de los años 70 del pasado siglo XX, algunos investigadores reportan 40000 fallecimientos anuales, solamente en los Estados Unidos de Norteamerica. En ese misma geografía, esta patología sustrae cada año de las arcas estatales unos 12 billones de dólares. ¿Dónde radica la peligrosidad de los virus gripales? Fundamentalmente, en su alta capacidad de mutación, lo que a veces dificulta la prepación de vacunas específicas contra los mismos. Las epidemias estacionales, que se repiten cada otoño e invierno, suelen ser controladas con las campañas poblacionales de inmunización, destinadas especialmente a los individuos más susceptibles de padecer las complicaciones gripales: mayores de 65 años o enfermos crónicos e inmunodeprimidos. Como regla general, un adulto sano debería superar la infección a base de reposo, hidratación y fármacos antitérmicos y analgésicos.
Pero si la amenaza para nuestra salud proviene de un virus nuevo, mutado, el problema adquiere una mayor magnitud. Además del hombre, los virus gripales pueden infectar diversas especies animales, como las aves y los cerdos. Determinados virus pueden saltar desde el reservorio animal al hombre, como ocurrió en 2003 – 2006 con la denominada gripe aviar, en el Sudeste Asiático. Si el virus animal es capaz de mutar al infectar al ser humano, entonces resultaría mucho más factible la transmisión entre las personas a través de las secrecciones respiratorias y de la tos. Así podría originarse una epidemia o una pandemia.
El brote actual de la mal llamada gripe porcina está causado por la cepa H1N1 del virus de la influenza. E insisto en lo incorrecto de la denominación pues este virus no se ha detectado en los animales ni se transmite por el consumo de carne de cerdo. El H1N1 fue el causante de la pandemia que asoló el planeta entre 1918 y 1919, provocando entre 50 y 100 millones de víctimas mortales. Está claro que la situación sanitaria no era entonces la misma que en la actualidad, si bien el impacto de esta enfermedad entre los sectores más deprimidos de la sociedad, privados del acceso a los servicios generales de salud, podría resultar altamente preocupante.
Aquella gripe también tuvo un calificativo inexacto. La gripe española ni siquiera se originó en nuestro país. Fue traída a Europa por las tropas norteamericanas acantonadas en Fort Riley (Kansas – EEUU), que aguardaban su traslado a los sangrientos campos de batalla de la 1ª Guerra Mundial. España, todavía lamiéndose las heridas provocadas por la pérdida de las últimas colonias de ultramar, no participó en el conflicto, y nuestros medios de comunicación escaparon de la censura militar para informar sobre aquella devastadora epidemia.
Sostiene Aloysius que el genial Guillaume Apollinaire falleció en aquella pandemia. Él dejó escrito: “recogí esta brizna en la nieve, recuerda aquel otoño. En breve no nos veremos más. Yo muero, olor del tiempo, brizna leve. Recuerda siempre que te espero”.
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