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27 diciembre 2007

MEDICINA SATISFACTIVA


Imagen de "El gabinete del Dr. Caligari"
Acabo de leer unas páginas del sugerente libro “De pócimas y chips. La evolución de la Medicina”. Su autor es el Dr. García Barreno, catedrático de Fisiopatología Quirúrgica de la Universidad Complutense y académico de varias Reales Academias (permítanme la redundancia). En sus páginas iniciales, comentaba aquella idea que San Isidoro de Sevilla tenía en el siglo VI sobre los conocimientos necesarios para convertirse un buen médico: aritmética, para conocer la periodicidad de la enfermedades (más o menos, a esto le llamaríamos Epidemiología), geometría, para estimar las influencias del medio sobre la enfermedad (algo que también estudiamos en la moderna Higiene y Salud Pública), música, por sus supuestas propiedades terapéuticas (¡incluso amansa a las fieras!) y astronomía, por la influencia de los astros en las enfermedades del hombre. En resumen, para el santo obispo hispalense, todo galeno que se preciara debería ser experto maestro en las disciplinas del quadrivium de Martianus.

A medida que progresan las ciencias, y siempre considerando que los pilares de la medicina actual se asientan firmemente sobre el método científico, la epistemología generalmente también varía, modificando de paso la ética y la moral de los filósofos, políticos, gobernantes, jueces y usuarios del sistema sanitario en general. Antes de que la medicina fuera ciencia, el médico se había preocupado por el beneficio del paciente, buscando el efecto terapéutico (curar o sanar al enfermo), auxiliado en determinadas ocasiones por un cuerpo normativo destinado a la promoción de la salud. Pero la propia especialización de las diferentes ramas médicas hizo surgir disciplinas meramente diagnósticas, como Radiología, Análisis Clínicos o Anatomía Patológica; en ellas, el galeno no busca un efecto modificador del curso patológico, sino más bien un resultado.

Un resultado concreto es lo que también busca la llamada medicina satisfactiva. En este caso, el médico tampoco pretende curar al enfermo, que ya ni siquiera es un enfermo, un doliente, un paciente. En realidad ahora es un sujeto más o menos sano, un cliente, que busca por sí mismo un resultado muy concreto y que previamente le ha sido ofrecido por el médico. Para entendernos, dentro de esta nueva disciplina encuadraríamos a toda la cirugía estética, los implantes dentarios o las intervenciones quirúrgicas encaminadas a la esterilización voluntaria de nuestros prójimos (vasectomía y ligadura de trompas).

En caso de conflicto de intereses entre médico y paciente, viéndose ambos abocados al litigio para que un juez emita su sentencia, en el acto médico ya no basta con la obligación de disponer de los medios adecuados (conocimientos teóricos y habilidades prácticas). El convenio obliga ahora al galeno a la consecución de resultados. Opina el picapleitos Aloysius que la medicina asistencial queda transformada en una especie de contrato de arrendamiento de servicios, mientras que en la medicina satisfactiva más bien nos encontraríamos ante un contrato por arrendamiento de obra. En esta segunda situación, los médicos deberán ser especialmente cuidadosos en la obtención por parte del paciente del consentimiento informado, advirtiendo de manera concienzuda incluso de ciertos riesgos cuya estimación es remota. Pero, ¿a dónde nos lleva todo esto? En el caso de reclamaciones dentro de la medicina asistencial, serán el paciente y sus abogados los que deberán aportar la carga de prueba. Sin embargo, en la medicina satisfactiva, es el propio médico el que debe demostrar que ha proporcionado al paciente la información precisa sobre el tipo de intervención, los posibles eventos y las complicaciones que pudieran surgir durante el proceso, así como el resultado probable.

Afirma el profesor García Barrero en su libro que nacer y morir fueron durante miles de años actos personales; entre el inicio y el fin de la vida, muy pocos individuos se libraban de la enfermedad, algo que la medicina siempre trató (y yo añado, sigue tratando) de aliviar. Que así sea.

25 diciembre 2007

FIN DE AÑO


Probablemente, alguno de los que lean estas líneas andará a estas horas muy ocupado haciendo balance de lo bueno y de lo malo que este moribundo año 2007 le ha deparado. Para no ser menos, siempre que se acerca la Nochevieja, los diferentes medios de comunicación nos presentan sus particulares selecciones con las noticias que estiman como más destacadas; por la vertiente positiva circulan los nacimientos de los hijos de los famosos, los matrimonios reales, los premios literarios, los acuerdos políticos o los campeonatos de liga, mientras a los almacenes del lado oscuro de la luna van a parar las esquelas de los difuntos, las catástrofes naturales, los divorcios de la jet set, los desastres de las guerras o las imágenes más truculentas que se hayan producido en las competiciones deportivas. Pero, evaporado el tañido de las doce campanadas, todo adquiere el verdadero y fútil valor de los días que han pasado y entonces procuramos hacer borrón y cuenta nueva. Resulta muy recomendable para mantener vigorosa nuestra salud mental. Al fin y al cabo, el tiempo pasa tan deprisa que incluso un día vas y te mueres, así, sin darte cuenta.

Sostiene Aloysius que nosotros no vamos a ser menos y también destacaremos nuestras exclusivas cifras y especiales porcentajes. Una reciente encuesta revela que el 60% de nuestros prójimos le pide salud al nuevo año 2008. No me extraña, sobre todo cuando la gripe y otros virus acaban de atacarnos duramente. Sin embargo, tan sólo el 10% de los encuestados pidió dinero y riqueza en primer lugar, mientras que el amor fue el favorito para sólo el 6%. Así va el país (y el planeta…) Precisamente, los que velan por nuestra salud nos alertan que durante estas fiestas navideñas nuestro peso puede incrementarse unos 3 kilogramos de media. Mucho me parece, sobre todo viendo el precio que las viandas tradicionales han alcanzado en los mercados. Y eso a pesar de que el consumo de los colegas de Bugs Bunny, además de ser barato, resulta muy saludable. Mientras despistados nos entretenemos en calcular las calorías que vamos a engordar, las compañías de telefonía móvil se frotan las manos, y no por el frío. Nada más y nada menos que el 12% de su facturación anual depende de lo efusivas que sean nuestras felicitaciones navideñas mediante mensajes o sms. Este sí que es un verdadero agosto en Navidad. Dicen las lenguas viperinas que cada uno de estos caprichitos nos cuesta una media de 15 céntimos, y que cada españolito de a pie felicita por esta vía a unos 30 camaradas. ¡Qué pena que se vaya perdiendo la costumbre del saludo navideño mediante el correo postal!. Resultaba más trabajoso, pero era mucho más cálido y personal, contribuyendo de paso al progreso de las colecciones filatélicas.


Como todavía es tiempo de paz, disminuiremos el nivel de acidez aportando un último dato. Vivimos en la Comunidad Europea unos 450 millones de almas. Si cada uno consumiéramos 12 rollos de papel higiénico fabricado a partir de los llamados “bosques urbanos” (desechos de la industria gráfica y de los archivos de las oficinas), salvaríamos 9.534.895 árboles. Una vez leído, no guarden este periódico. Recíclenlo y sean felices, muy felices.

19 diciembre 2007

MENTIRAS PIADOSAS


XOSE VILAMOURE: "Autorretrato con dous elementos de coidado"
Hoy porto en las alforjas de la duda unos capciosos interrogantes: ¿pueden los pacientes engañar a sus médicos?; ¿resulta lícita esta actitud?; ¿deberían abstenerse de hacerlo? Para contestarlos, puntualiza mi muy truculento Aloysius que necesariamente hemos de considerar unas premisas básicas: los médicos actuales, especialmente los de cabecera, nos hemos convertido en innovadores agentes gestores de la salud de aquellos usuarios que el sistema sanitario pone a nuestro cargo. En otras palabras, y desde un punto de vista más tradicional, veníamos entendiendo la figura del galeno como la del abnegado vocacional que siempre trabaja en beneficio de los enfermos. Sea de una manera o de otra, resulta entonces ciertamente absurdo tratar de confundir al técnico que debe solucionar nuestros problemas. Pero, ¿puede existir alguien que obtenga menos beneficios de su salud que de su enfermedad?

En el año 1963, el director americano Sam Fuller presentó su polémica película “Corredor sin fondo”, donde narraba la trágica experiencia de un periodista que, fingiendo ser un conflictivo y desequilibrado enfermo mental, conseguía su internamiento en una institución psiquiátrica para desentrañar un caso abierto, un crimen sin resolver. Recordamos que el propio Fuller había iniciado su vida profesional como periodista especializado en sucesos. Quién sabe si, tal vez influenciado por dicha ficción cinematográfica, el psicólogo americano David Rosenhan diseñó a principio de los años 70 un curioso experimento: junto a ocho colaboradores suyos, él mismo consiguió ser internado en diferentes clínicas psiquiátricas de los EEUU; una vez dentro de ellas, todos los enfermos ficticios se comportaron normalmente. La finalidad de esta singular experiencia fue verificar si los conocimientos de los prestigiosos psiquiatras de la época estaban a la altura de su supuesto poder social. Tan iconoclasta como Fuller, Rosenhan dejó escrito que el diagnóstico médico no se hacía en función de la persona sino en función del contexto, convirtiéndolo en algo susceptible de cometer grandes errores, y por lo tanto, nada merecedor de confianza.

No resulta infrecuente que los médicos tengamos que enfrentarnos a lo largo de nuestra vida profesional con algún paciente simulador de diversas dolencias. Algunos de ellos fingirían conscientemente para conseguir algún beneficio o renta a costa de su patología. Otros exagerarían sus síntomas o su discapacidad, considerando que el dolor, por ejemplo, es subjetivo y difícil de cuantificar. Y quizás los menos, se convierten en simuladores como consecuencia de un padecimiento especial, entre ellos los afectados por el Síndrome de Munchausen (pacientes profesionales o adictos a los hospitales), un enigmático trastorno mental en el que el enfermo inconscientemente desarrolla síntomas o signos patológicos. Dicen los expertos que alrededor del 15% de los pacientes derivados a las consultas del psiquiatra tras haber sufrido un accidente laboral simulan o exageran sus trastornos. También dicen que el 75% de estos casos son hombres. ¡Ay, el verdadero sexo débil y sus arrechuchos!

13 diciembre 2007

LA ENFERMEDAD DE DRÁCULA


Sostiene el sombrío Aloysius que mientras cada vez se cierran más cines en nuestro país, no entiende cómo hasta el momento consiguen sobrevivir también las librerías. Siguen diciendo por ahí los cenizos de siempre que los españoles leemos muy poco. Y además todas las encuestas tozudas se empeñan en demostrar nuestras carencias en materia educativa. Lo triste del caso es que los responsables políticos en estas cuestiones siguen mirando hacia otro lado, como si la cosa no fuera con ellos. Veremos lo que el futuro nos depara como colectivo.

Siguiendo con temas literarios, el crítico colombiano Santiago Gamboa opina con gran acierto que la obra del escritor Alfredo Bryce Echenique ha aportado a las letras peruanas, tradicionalmente tristes en homenaje a la poesía melancólica de César Vallejo, unas grandes dosis de humor, ternura, afecto y curiosidad. Hace muchos años me encandilé con la lectura de “La vida exagerada de Martín Romaña” y el despiadado retrato que allí se hacía de los falsos progres del mayo del 68. Para mí, se trata de un libro a la altura de los ideados por el mejor Rabelais. Pero Bryce Echenique, entre muchas, también escribió otra magnífica novela. Bajo el sugestivo título de “La amigdalitis de Tarzán” nos relata la bella historia de un amor que consigue sobrevivir gracias al correo. Proustiano, me acordé que cuando era niño me preguntaba qué hubiera sido del Rey de los Monos si un buen día se levantase afónico.

Algunas veces, como ejercicio de descarga de la tensión provocada por el devenir cotidiano, acudo a la ironía y me planteo cordialmente ciertas disparatadas cuestiones. ¿Y si en lugar de la ronquera de Tarzán, nos ocupamos de la historia clínica de Drácula, el vampiro por excelencia, el insaciable consumidor de sangre humana, el famoso personaje de ficción fruto de la imaginación del escritor irlandés Bram Stoker? La leyenda nos cuenta que Drácula se mantenía vivo aunque realmente estaba muerto; es decir, no estaba ni vivo ni muerto, sino que de esa especie de limbo equidistante entre la salud y la enfermedad al se había condenado a vivir eternamente, sólo podríamos sacarle clavándole una estaca de madera en su negro corazón o mediante un certero disparo con una bala de plata. La posterior decapitación del “supuesto” cadáver o su incineración nos asegurarían el final de la amenaza.

Si el insigne conde transilvano viviera hoy en día dedicándose a morder las yugulares de sus paisanos de forma indiscriminada, podría encontrarse con la desagradable sorpresa de verse contagiado por una hepatitis (especialmente peligrosas la B y la C) o un SIDA. Se estima que sólo en Europa Oriental hay 1.5 millones de personas infectadas por el VIH, especialmente en los territorios abarcados por la antigua URSS y su área de influencia. Si el vampiro extendiera su zona de actuación a África (donde se estima que los infectados alcanzan los de 25 millones) o a Asia (7.5 millones, especialmente en China, Indonesia y Vietnam) lo tendría mucho más crudo. Sirva este afable divertimento para seguir manteniendo viva la atención sobre una patología que todos debemos ayudar a prevenir.

05 diciembre 2007

EL PLANETA DE LOS SIMIOS


Cuentan por ahí ciertos enredadores de la ciencia una curiosa parábola. Defienden que el icono protagonista de la etiqueta del Anís del Mono tiene la cara de Charles Darwin como chanza de la teoría de la evolución; ya saben, aquel científico chalado que argumentaba de manera peregrina que los hombres somos descendientes de los primates. Pura y dura simplificación de especie.

Resulta que, en mis ya distantes tiempos de estudiante, una parte de la modernización de la enseñanza en la facultad de medicina compostelana se basó en la implantación sistematizada de las evaluaciones mediante exámenes tipo test. Atrás quedaron entonces las profusas exposiciones escritas, en las que uno debía pormenorizar los efectos de la digital o relatar la transmisión eléctrica del impulso cardíaco. Los aciertos y los fallos obtenidos en una amplia batería de escuetas preguntas de respuesta múltiple, se convirtieron en la prueba necesaria que ahora todos debíamos superar para alcanzar la suficiencia. Recuerdo que al finalizar una de ellas, varios compañeros nos reunimos en un café cercano y habitual, para comprobar cuántas contestaciones correctas teníamos cada uno. De paso, también podríamos deducir anticipadamente de esa plantilla nuestras probables calificaciones.

Medio en serio, medio en broma, un avispado colega nos contó que el punto de corte para establecer el aprobado se calculaba con una fórmula secreta, cuyo singular factor determinante radicaba en el número trece. Pero ¿por qué precisamente trece? Sencillamente porque esa era la media de respuestas acertadas al azar por un grupo de monos adiestrados en unos laboratorios de experimentación. Cuando los comentarios jocosos del grupo estaban a punto de finalizar, el último de nuestros compinches atravesó cabizbajo el umbral del local. No parecía que le hubiera ido muy bien en el examen y tampoco tenía mucho interés en comprobar su destreza y capacidad. Todos le animamos a que así lo hiciera; nuestra sorpresa fue mayúscula cuando este condiscípulo corroboró que tenía exactamente trece aciertos.

Degustan suculentos cacahuetes en Japón tres parejas de chimpancés adiestrados por sus investigadores. Acaban de demostrar mejores capacidades cognitivas que algunos seres humanos con cuyas habilidades fueron contrastados. En otras palabras, en estos originales experimentos, los simpáticos micos evidenciaron poseer una superior memoria numérica a corto plazo. Sostiene mi irreverente Aloysius que nos vayamos preparando, pues a su juicio indefectiblemente nos encontramos en el albor de una nueva era, aquella que tal vez nos lleve a sobrevivir en los devastados páramos de aquel profético planeta de los simios.