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27 mayo 2014

EL ODIO COMO ENFERMEDAD


De las múltiples virtudes y defectos consustanciales a los primates humanos, hoy vamos a centrarnos en el odio, sentimiento prácticamente específico de nuestra especie humana. Los animales no aborrecen, aunque algunos expertos opinen que sí, como por ejemplo el magistral Miguel Delibes. En “El camino” (1950) relata un episodio de ojeriza entre ciertas aves rapaces diurnas, como el milano, y  otras nocturnas, como el buho real. En la campiña inglesa, se han descrito batallas aéreas similares entre córvidos, cernícalos y lechuzas comunes. 

Quizás a los humanos nos sobren justificaciones, que no razones, para odiar. El odio, como el amor, caras opuestas de la misma moneda, han originado actos heroicos y tremendas vilezas. Decía Fénelon que el que ama con pasión aborrece con furor. Ambas sensaciones comparten similares estructuras neuronales cerebrales. No obstante, mientras el circuito del amor desactiva determinadas áreas de la corteza cerebral frontal relacionadas con el juicio crítico y el razonamiento, este hecho no se produce cuando se desencadena una emoción rencorosa.

Sostiene Aloysius que amor y odio son distintas llamas en las que nuestra pasión se consume irremediablemente. Se puede dar o quitarla vida a un semejante por amor y por odio. Solemos amar lo que también odiamos. Odiamos según nuestros credos, y así se gestaron los baños de sangre que empaparon Europa en los siglos XVI y XVII, letales guerras religiosas que enfrentaron entre sí a las naciones cristianas de la época. Actualmente, talibanes y demás grupos radicales musulmanes de diferentes países africanos continúan empeñados en imponer su particular fe a base del terror,  de la sangre y el fuego. 

Odiamos por motivos raciales, desde la solución final de Hitler y el Holocausto judío, hasta la indiscriminada matanza de inocentes en los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, en Beirut Oeste. El Ku Klux Klan en Estados Unidos o el apartheid en Sudáfrica, segregaron y atacaron a infinidad de prójimos por el mero color de su piel. 

Odiamos por motivos políticos. En España todavía recordamos tantas vidas segadas en ambos bandos durante aquella Guerra Incivil, decía Don Miguel de Unamuno, un conflicto fraticida con miles de cautivos, ejecutados, represaliados y desaparecidos en campos y cunetas. En la Unión Soviética, para consolidar el poder dictatorial de Stalin, millares de comunistas, socialistas, anarquistas y opositores al régimen fueron eliminados o confinados en terribles campos de concentración. Y qué decir del genocida camboyano Pol Pot y sus sanguinarios jemeres rojos.

Tenemos cerebro para amar, y por lo tanto también para odiar. Tenemos cuchillos para cortar el pan, pero también para herir y matar a nuestros semejantes. Sin embargo, mientras el amor suele siempre ser justificado, el desprecio, el rencor y la venganza no tienen cabida en la razón humana. Las diferencias siempre generan odios, pero las diferencias son subjetivas, nunca indispensables.