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28 noviembre 2020

ANESTESIADOS



Decía el sabio emperador Marco Aurelio que el dolor es capaz de destruirnos cuando nos resulta insoportable; pero cuando no es capaz de destruirnos, es entonces soportable. 
En la pandemia que nos está tocando vivir, el sufrimiento y el dolor se está repartiendo desigualmente. Esta inequidad afecta a los más débiles, como tantas otras enfermedades: a las personas mayores frágiles, a los enfermos crónicos y a los más desfavorecidos, en los social y en lo económico. 

Se repite la misma escenografía que en pandemias anteriores: la peste, el cólera, la difteria, el sarampión, la poliomielitis, la viruela, la gripe. En esta misma asfixiante atmósfera la tuberculosis continúa segando millones de vidas cada año en nuestro planeta. 

Esta enfermedad, en el año 2018, provocó entre 1.3 y 1.8 millones de defunciones a nivel mundial, mayoritariamente en África y América. La Gran Plaga Blanca, como fue conocida en Europa esta epidemia, comenzó con el siglo XVII para prolongarse durante dos siglos. Enfermedad nefasta y letal, en el año 1650 fue la primera causa de muerte en el Viejo Mundo, más incluso de la Peste Negra. 

Hoy, en pleno siglo XXI, atribulados contables registran otras defunciones, las causadas por la inesperada irrupción de la COVID-19 en nuestras vidas. Durante los conflictos bélicos, la sanidad militar contabiliza escrupulosamente las bajas mortales entre sus tropas. Los decesos entre la población civil ya son otro cantar. 

Ahora, de manera similar, los medios de comunicación nos presentan el cómputo cotidiano de fallecimientos ocasionados por el coronavirus SARS-CoV-2: decenas y centenas en las comunidades, millares en los países, millones a nivel mundial. 

¿Nos hemos acostumbrado a tanta aniquilación? ¿Continúa vigente la máxima de Marco Aurelio al habernos acostumbrado a semejante infortunio? ¿Estamos realmente anestesiados al respecto? 

Sostiene Aloysius que algo debe de haber cuando en las últimas semanas poco parece inquietarnos que en España contabilicemos entre 300 y 500 muertes diarias por COVID-19. 

Comentábamos el otro día la tremenda aflicción suscitada por el accidente aéreo de Los Rodeos, en Tenerife, cuando el 27 de marzo de 1977 perecieron 583 personas y 61 resultaron heridas al colisionar dos aviones Boeing 747 sobre las pistas del aeropuerto, envuelto entonces en una fatídica niebla. 

Sin embargo, ahora nuestras conciencias permanecen narcotizadas ante esta escabechina cotidiana. Un fenómeno parecido ocurre con los niños que perecen cada día en los países más desfavorecidos, víctimas del hambre, las guerras y la miseria, a pesar de que nos presenten sus dramas incluso a la hora de comer. ¿Un dolor soportable, incapaz de destruirnos?.




14 noviembre 2020

INTUICION


En los primeros momentos de la lucha contra la pandemia COVID-19, cuando conocíamos apenas nada de esta enfermedad, los médicos tuvimos que tomar decisiones siguiendo el modelo intuitivo – analítico, como en tantas otras ocasiones en nuestra práctica cotidiana, cuando nos toca enfrentarnos a un paciente nuevo o a una patología desconocida; establecemos una hipótesis diagnóstica inicial, contrastada con nuestros conocimientos y experiencias previos, para más tarde encuadrar la verdadera magnitud del problema. 

Aunque novedosa y extraña, la sintomatología típica de la COVID-19 pronto fue reconocida por todos: fiebre, tos y disnea se convirtieron en sus pilares fundamentales, encuadrados dentro de una patología respiratoria que se transmitía de humano a humano, y para la que rápidamente se desarrollaron test diagnósticos específicos.

Ciñéndonos únicamente a los síntomas, la Sociedad Española de Medicina Interna (SEMI) ha jerarquizado cuatro grandes grupos de pacientes COVID-19 según el pronóstico de la enfermedad. Tras una ardua labor, y partir de una serie nacional de 12000 enfermos, un grupo de 24 internistas acaban de publicar los resultados preliminares de su estudio en la revista Journal of Clinical Medicine

El objetivo, aunque ambicioso, parece sencillo: identificar por sus síntomas a los pacientes COVID-19 con peor pronóstico, para aquilatar con mayor eficacia las acciones terapéuticas más adecuadas a cada caso.

El primer grupo, casi el 72% del total, incluyó a los enfermos con la triada clásica fiebre-tos-disnea. Mayormente, se trababa de varones mayores, con múltiples patologías, entre las que destacaron la hipertensión arterial, la hiperlipemia y la diabetes. En este primer grupo, la enfermedad se manifestó con mayor celeridad. Un 10% de estos pacientes requirió ingresar en UCI y un 25% falleció, la tasa de mortalidad más elevada de todos los grupos. 

El segundo grupo, un 10% del total, presentó además pérdida del olfato (anosmia) y del gusto (ageusia), mostrando los menores porcentajes de ingreso en UCI y mortalidad. 

Un tercer grupo, en torno al 7%, presentó además dolores articulares y musculares, dolores de cabeza y de garganta. Alguno más del 10% de éstos necesitó ingresar en UCI. 

Por último, un cuarto grupo padeció además diarrea, vómitos y dolores abdominales: un 8.5% requirió ingreso en UCI y algo más del 18% falleció, siendo éste el segundo grupo respecto a la mayor mortalidad. Simplemente destacar que en la práctica totalidad de estos 12000 pacientes, la triada fiebre-tos-disnea fue una constante. 

Esta investigación forma parte de un amplio grupo de estudios todavía en marcha, relacionados con el Registro SEMI-COVID-19, que agrupa a casi 900 internistas de 214 hospitales españoles.



08 noviembre 2020

EL LIBRO DEL DESASOSIEGO

Parafraseando el “Livro do Desassossego”, del insigne Fernando Pessoa y su heterónimo Bernardo Soares. Lo hacemos conscientemente, sabedores de que el lector está saturado por tanta noticia negativa tras más de medio año de pandemia, superados una primera ola y un confinamiento, cabalgando la cresta de una segunda onda que parece no tener fin. 

El 2 de abril de este tremebundo año, los medios de comunicación nos advertían del fallecimiento de 2800 ancianos en las residencias españolas. Ahora, 7 meses más tarde, nuestro gobierno desnuda otra escalofriante cifra: entre marzo y junio, la COVID-19 se llevó por delante a 20268 ancianos institucionalizados. Una auténtica masacre. Poco más de la mitad perecieron con el diagnóstico certificado por los análisis serológicos, pero para el resto, la notificación de su deceso fue atribuida a síntomas compatibles con la enfermedad.

Gran parte de una generación está desapareciendo en silencio. Son nuestros abuelos y padres, los que nacieron poco antes de la guerra incivil que enfrentó a dos Españas antagónicas. Los que nacieron o fueron niños durante aquel sangriento conflicto fratricida, durante el exilio posterior, durante la Segunda Guerra Mundial. Los supervivientes de una posguerra exuberante de miseria y espanto. Los jóvenes que emigraron en masa, en la procura de un mundo mejor, primero hacia América: Cuba, Argentina, Venezuela, Brasil, Méjico, Uruguay, Estados Unidos. Más tarde a Europa: Alemania, Francia, Suiza, Holanda, Reino Unido. Todos con la ilusión de ahorrar para retornar a casa con el futuro asegurado, valiente generación de la morriña, dejando a los abuelos al cuidado y la educación de los hijos. Una generación invisible que se desvanece ante nuestra bovina mirada. Parten silenciosos a docenas, en funerales exiguos, sin que apenas nos demos cuenta. No son los vecinos de al lado, ni tampoco están entre los desconocidos habituales que cada día nos cruzamos en la panadería, el quiosco o el supermercado. Son los que además padecen una patología luctuosa, la soledad, ancianos y enfermos, lejos de nuestros hogares. Salvo para las familias heridas de más manera más profunda y cercana por esta pandemia, la aniquilación de nuestros ancianos parece pasar desapercibida. 

Cuando escribimos estas líneas, según datos oficiales, desde el inicio de tanta desgracia se han contabilizado en Galicia 969 decesos por COVID-19, 350 en la segunda oleada. Pero tanto dolor, tanto desasosiego nos ha ido endureciendo. En cierta manera, también inmuniza nuestras emociones y sentimientos. Muchos días, demasiados ya, perdemos en España por la COVID-19 un número de vidas equivalentes a las de aquel fatídico vuelo 5022 de Spanair, que despegó de Madrid el 20 de agosto de 2008 con 154 pasajeros y tripulantes a bordo, y que jamás llegó a aterrizar en su destino. No nos acostumbremos a tanto infortunio.