"Recuerdo lo que no quisiera recordar, y en cambio no puedo olvidar lo que quisiera dar al olvido..." MARCO TULIO CICERON. Y todo esto es así porque los dioses no conocen la memoria y los hombres son capaces de convertir el destino en recuerdo...
Un par de veces al año me cito con mi viejo amigo Cirrus, físico de formación y profesión que vive en la capital de Galicia. Hablamos durante horas sobre la nanotecnología y la computación cuántica, sobre el grafeno y los ascensores espaciales, sobre otros fantásticos materiales y energías inagotables a punto de ser descubiertos, pero también sobre la inmortalidad, la reparación de los telómeros y la ilusión de vivir en otros planetas de nuestro sistema solar...
Lector incansable, crítico personaje inquieto, mientras paseábamos por las calles de Auriavella, me aseguró que el primer ourensano que viviría 1000 años había nacido ya.
Y añadió:
- Por supuesto, si los humanos evitamos nuestra autodestrucción durante este siglo XXI...
Entonces, como un ave del paraíso, se posó en las ramas de mi memoria este breve relato de Bernard Pechberty:
"Esta vez todo había terminado. Los hombres no realizaban ya ningún
trabajo, las máquinas los sustituían por completo. Vivían retirados en sus
refugios antirradioactivos y lentamente iban paralizándose, sin fuerzas
siquiera para procrear. Pero esto no les importaba, puesto que los robots les
proveían de todo lo que podían necesitar. Así, los últimos hombres terminaron
muy pronto por atrofiarse completamente. Entonces los autómatas los eliminaron
tranquilamente. Después de tantos siglos desde que el hombre los creara
esperaban con ansia este momento. Después, pensaron que al fin podrían
descansar. Pero muy pronto se dieron cuenta de que para ello necesitaban
servidores. Así, inventaron a los hombres..."
Sostiene Aloysius que todo lo
que comemos y bebemos nos entra antes por los ojos que por la boca, en una especie
de nutrición cerebral que comienza mucho antes que el propio proceso digestivo.
Incluso nos entra por las narices, ya que los mortales preferimos todo aquello
que huela a lima, naranja, pomelo, menta y melocotón. Pero, entonces, ¿comemos
y bebemos realmente lo que queremos o ambos procesos pueden ser determinados? Hay
alimentos que nos vuelven más pacíficos, como el pescado, porque los ácidos
grasos omega 3 incrementan la serotonina, el neurotrasmisor de la paz y el
bienestar cerebral. Lo mismo ocurre con las cardiosaludables nueces.
En el mundo de las bebidas, más
que la sed es el color, el precio, el ambiente y la velocidad de la ingesta son
determinantes de nuestra elección. En el color influye tanto el del continente
como el del contenido. Los tonos fríos, azules y verdes, son tan satisfactorios
como el sabor. Un potentado presumía de beber whisky no porque le gustara, sino
porque era más caro. Y es que cuanto más elevado resulta el precio de una
bebida, más altas son las expectativas que en ella depositamos. Ocurre con el
champán, pero también con la ginebra. Ojo: aquí hay trampa.
En la Universidad
de Stanford y el Instituto de Tecnología de California han demostrado que
apreciamos las bebidas más caras, independientemente de su precio real. Otra
vez las apariencias nos engañan. ¿Y qué decir de la forma de los vasos? Los
curvados, los cortos y los anchos nos confunden, pues percibimos peor su
capacidad y así bebemos más de prisa.
¿Y los locales? Está demostrado que
triunfan los restaurantes y los bares de moda, independientemente de lo que en
ellos se sirva. Incluso la música ambiental influye. Preferimos bocados o
tragos menos sustanciosos en un pub o en una cervecería que otros mucho más
apetecibles tomados directamente de la nevera de un supermercado. En 1957, el hábil
James Vicary se inventó un supuesto proyecto de publicidad subliminal de Coca
Cola en los cines. Aunque no fue cierto, las ventas del refresco se dispararon
y todavía hoy hay muchas personas que se creen esta leyenda urbana.
Pero en nuestra apetencia por
los alimentos no influye solamente su aspecto, sino también las circunstancias
en las que los ingerimos. Un reciente estudio de la Universidad de Bristol ha
revelado que comer delante de la pantalla de un ordenador o de un videojuego
puede aumentar nuestro apetito a lo largo del día. Previamente, hallazgos
similares se habían detectado en las personas que tienen por costumbre comer
viendo la televisión. El trabajo dirigido por el Dr. Jeff Brunstrom, publicado
en el American Journal of Clinical
Nutrition, concluye que memoria y atención juegan un papel determinante en
el apetito y en la cantidad de comida que ingerimos.
A mediodía, en la Plaza de Santa Ana, un hombre de mediana edad me ofrece 9 pares de calcetines a 10 euros. Son de algodón - intenta convencerme. Las terrazas están copadas por adolescentes. En la mesa de al lado unas jóvenes extranjeras escriben en sus agendas con bolígrafos de tinta morada. El hombre de los calcetines viste una parka nueva y tiene la barba bien arreglada. Por un instante, me recuerda a un psicólogo que trabajaba apartando personas del mal. 9 pares a 10 euros, la voz se va perdiendo en la lejanía buscando mejor clientela. En la terraza del Hotel Me Madrid, los gin tonics están a 15 euros, como en Oslo. Eso sí, llevan incorporada una panorámica del cielo de Madrid que te seduce noche y día.
Dos ancianas han bajado a la plaza con sus pequeños pomeranias. El blanco le ladra a todo el que se acerca. El de miniatura corre veloz detrás de una pelota de goma amarilla. Fugazmente, un muchacho con un gorro de lana como el de los estibadores de "La ley del silencio", lleva por la cadena a un podenco inmaduro que brinca con una agilidad portentosa. Tres pequeños pícaros de tez aceitunada y corte de pelo con flequillo se reparten entre las mesas. Los camareros acuden rápido, para espantarlos. Le birlan a usted la cartera o el teléfono móvil en un abrir y cerrar de ojos - me han advertido, en un abrir y cerrar de manos, como un saludo - pienso yo. Como señuelo, me han mostrado unas hojas falsas recogiendo firmas de vete tú a saber para qué. Pero las pequeñas aves rapaces han de volar a otras ramas, en la procura de mejores incautos.
Las sirenas de emergencias aúllan como animales heridos. En una calle hay un atasco, SEUR contra SAMUR: una entrega urgente contra una recogida más urgente. Deambulando por la Carrera de San Jerónimo mis ojos me engañan con un espejismo: me ha parecido ver a Paco Umbral entrando en Lhardy para tomarse un caldo. El portero del local es un hombre llamado montaña. Gorra de plato y uniforme, corpulento y moreno, me ha mirado en tonos verdes claros como diciéndome: ya está bien de fisgar, coge y anda para tu casa. Clavado en el umbral del portal, apenas me ha dejado ver el final del pasillo y la entrada del restaurante. Ya se sabe, la Catedral de Santiago de Compostela, con sus conspiradores, es al botafumeiro lo que el Lhardy, con los suyos, es al samovar. Matemática pura. Los porteros del Joy Eslava también son fornidos y morenos. A Umbral hace tiempo que han dejado de invitarle a tomarse allí las copas. Y es que ya nada es lo que parece en la capital de este reino de quimeras.
En la Puerta del Sol ha desaparecido el cartel de Tío Pepe. Con sus gracias teatrales, un mimo muy inquieto concentra la atención del personal mientras policías musculosos patrullan en formación, como gladiadores dispuestos a entrar en liza. Proliferan las cámaras de vigilancia en cada esquina y han plantado una comisaría en plena Calle de la Montera. El comercio del sexo ha decaído, como en la Calle de la Ballesta, donde los antiguos puticlubs han mudado a restaurantes y tabernas pijas, a cafés - teatro y tiendas de ropa, incluso han abierto una tienda de máscaras y maquillaje. Señores, ha cerrado el ambigú. Muchas gracias por su visita.
El lumpen es ahora más moderno. Como un comando, en el Pans & Company entra una pareja de rumanos al ataque. Ella trata de esquivar a los empleados en la planta baja, mientras él sube a la de arriba, ágil como aquel podenco joven de la Plaza de Santa Ana. Todo el mundo ha dejado de masticar, mientras los chavales de la franquicia se han puesto en funcionamiento. Con la pareja devuelta al caudal de la Gran Vía, retorna el bullicio y todos sanos y salvos.
En la Plaza de Canalejas está el Café del Príncipe, en donde antaño brillaba en esplendor la Joyería Aleixandre. Ya no están Pepe ni Manolo, por un suponer, y ahora las camareras son todas colombianas. Un grupo de sesentonas, diplomadas en laísmo, añoran tiempos de salas de fiesta y discoteca, donde Pepes y Manolos les pedían de bailar, las baladas de Raphael y de Adamo. Por el timbre de sus voces podrían ser jubiladas de la Telefónica. Una luz ténue y desvaída se descuelga desde las lámparas de cristal y la araña de bronce, brotando de unas bombillas que imitan lamparitas titilantes.
En día del fin del mundo por la tarde ya sabemos que este mundo no se acaba. Son las 12 de la noche en Hong Kong y no ha ocurrido nada. Por lo menos, todavía hoy, todo lo que conocemos no se termina porque continúa mañana. La fábrica de nuestra imaginación seguirá trabajando, si cabe, hasta un nuevo fin del mundo.
Si el fin del mundo no lo impide, un año más están acercando las fiestas navideñas. Tal vez el horno no esté para bollos, por la crisis
económica y social que nos ha tocado vivir. Pero, independientemente de su indudable significado religioso, y dejando también a parte su faceta despiadada, consumista y comercial, para los que contamos con pequeños en la casa éstos resultan momentos sin duda entrañables.
La cultura occidental se encuentra impregnada por el arte navideño: pictórico, escultórico, musical, incluso gastronómico...; además ahora triunfa la solidaridad. Sostiene Aloysius que una celebración capaz de
conseguir apenas unas horas de tregua en las más cruentas batallas merece tenerse en cuenta.
Pero, ¿cuál es el color de la
Navidad? El rojo compite con el blanco; roja es la ropa interior con la que algunos y algunas acostumbran a despedir el año. Y a pesar de las tonalidades
escarlata asignadas al traje de San Nicolás (Papá Noel o Santa Claus), el distribuidor de regalos y juguetes por
antonomasia, el color inmaculado gana por goleada. Escribimos, para no dejar
las páginas en blanco, cuentos donde las princesas de piel blanca como la leche nos
regalan como sonrisas las perlas de su boca.
En Navidad se reúnen los coros
de voces blancas, entonando villancicos rebosantes de buenos deseos, alegría y
paz. Proliferan las intoxicaciones etílicas, por bebidas blancas, brebajes que jamás prueban los cosecheros de vino, de blanco o de tinto, líquidos inflamables y de riesgo para determinados bebedores, esos que por culpa de tanta
euforia, terminan dirimiendo sus disputas con armas blancas.
Blanca es la nieve, meteoro
asociado al invierno. En Tailandia, los elefantes, blancos, escasos y
poco comunes, son respetados como seres sagrados. Son regalo de
reyes. En Occidente, su simbolismo es al contrario, pues debido a su costosa
manutención, un elefante se convierte en dura penitencia si al monarca se le ocurre regalárselo a un súbdito desafortunado. En España, un famoso paquidermo alcanzó la
fama por su color espectral. Dicen que el golpista coronel Tejero estuvo
maldiciendo su suerte por culpa de un elefante blanco que nunca apareció. Las sábanas
que visten a los fantasmas son siempre blancas.
Otros animales blancos son también muy valorados: encontrarse un mirlo blanco es sinónimo de algo
excepcional y extraordinario. Y qué decir del irrepetible Copito de Nieve, el
gorila albino que durante décadas se convirtió en el símbolo del Zoo de
Barcelona. Corderos y conejos blancos despiertan la ternura. La paloma de la paz es blanca.
Tras el brutal asesinato de Miguel Ángel Blanco, millones de manos blancas se
alzaron en España pidiendo el fin de la terrorismo etarra. Por una vez en la
vida, el acuerdo fue unánime rechazando tanta barbarie irracional. Como el
tiempo es el mejor anestésico, y tratando que su recuerdo no se diluya en el
olvido, cada día en Cuba las damas de blanco reivindican la liberación de sus
familiares, presos de conciencia, presos políticos.
Para rematar, en tiempos de
zozobra, no permitan que un ladrón de guante blanco les robe la esperanza. No
dejemos que la dura realidad nos golpee, fiera e inmisericorde, dejándonos aturdidos y con los
ojos en blanco, con la mente en blanco. En estos días que se aproximan, si el fin
del mundo lo permite, muchos votarán a favor de la Navidad y quizás, muy pocos, voten en blanco.
El 27 de septiembre de 1962, la
bióloga norteamericana Rachel Carson publicó “Primavera silenciosa”, el primer
libro que advertía sobre los efectos perjudiciales de los pesticidas sobre el medio
ambiente. La Sra. Carson alegaba que el empleo del insecticida DDT (Dicloro
Difenil Tricloroetano) podría provocar la extinción de todos los pájaros del
mundo.
A partir de entonces, se inició un enconado debate entre partidarios y opositores
del famoso insecticida, descubierto durante el otoño 1939 por el químico suizo
Paul Hermann Müller. Por este hallazgo, recibió el Premio Nobel de Medicina,
siendo la primera vez en la historia que un “no médico” obtenía tan preciado
galardón.
Los expertos atribuyen a los
plaguicidas el incremento de un 30% en el rendimiento de las cosechas. Las
desastrosas consecuencias económicas, sociales y demográficas de una gran
plaga, como la de la patata, fueron patentes en Irlanda y Suecia durante el
siglo XIX. Los insecticidas también han servido para la erradicación de la
malaria de la mayor parte del planeta. Aun así, sus detractores responsabilizan
a los plaguicidas de unos 200000 fallecimientos anuales.
De nuevo el diletante
Aloysius retoma la paradoja del cuchillo, útil tanto para cortar el pan como
para matar a un prójimo...
En estos días, los medios de comunicación patrios se
han hecho eco de una noticia sobre la relación directa entre pesticidas y Parkinson.
Indudablemente, el hecho de que el estudio que confirmaría supuestamente el
nexo de unión entre producto químico y patología venga firmado por un
investigador español, el gallego Francisco Pan-Montojo, ha podido incrementar
su repercusión mediática en nuestro país.
Conservo una edición facsímil de “An Essay on The Shaking Palsy” escrito en 1817, considerado la gran aportación del
polifacético Dr. James Parkinson (1755- 1824). Es la primera descripción clínica
de los síntomas de una enfermedad neurodegenerativa caracterizada por temblor,
rigidez muscular y lentitud en los movimientos (bradicinesia), y que pueden asociarse
a ansiedad, depresión, trastornos del sueño, déficit cognitivo, alteraciones
sensoriales y dolor.
Los estudios epidemiológicos revelan una incidencia anual
de 18 casos por cada 100000 habitantes, con una patrón más prevalente en
varones rurales y en el hemisferio norte. Antes de los 40 años, su incidencia
es apenas de 1 de cada 100000 habitantes, pero a partir de los 50 años, comienza
a aumentar hasta estabilizarse en la 8ª década de la vida.
La sospecha de la
relación entre el Parkinson con los pesticidas no es nueva, pero el trabajo de Pan-Montojo
quizás haya despertado demasiadas expectativas.
El insecticida estudiado es la rotenona, autorizado en Europa en agricultura ecológica. El modelo de
investigación, una vez más, no es humano, sino que han empleado ratones durante
la vivisección y cultivos de células murinas en las pruebas in vitro. Por último,
recordar que el Parkinson es una enfermedad humana, que no afecta naturalmente
a los roedores, y que fue descrita por lo menos 100 años antes del
descubrimiento del primer insecticida de síntesis industrial.
Como decía Epícteto
de Frigia, la prudencia es el más excelso de todos los bienes.