Por aquello de la inmediatez y
la premura, sostiene Aloysius que el vertiginoso ritmo de la sociedad moderna sólo
nos permite prestarle atención a las enfermedades del cuerpo. En lengua
inglesa, la palabra physician designa
a la par a médicos y doctores, distinguiendo esta profesión de contacto
permanente con lo físico, con lo material, aunque esto solamente sea lo
exterior del cuerpo humano, del otro vocablo surgeon, cirujano, el especialista en seccionar y suturar, capaz de
hurgar entre vísceras y entrañas en la procura de una sanación, cruenta, pero incondicionalmente
física.
Hace décadas, el cuerpo teórico
de la medicina superó la famosa dicotomía cuerpo – alma. Con los
descubrimientos y avances en neurociencias, existe un mapa cerebral cada vez más
preciso que representa aquello que nuestros predecesores denominaron cualidades
y virtudes del alma.
Decía Albert Camus, del que
acabamos de releer “La peste”, que nunca es agradable estar enfermo, pero que hay
ciudades y países que nos sostienen en la enfermedad, lugares en los que, en
cierto modo, uno puede confiarse. Porque los enfermos necesitan a su alrededor
blandura, apoyarse en algo. Y para el adalid de la Filosofía del absurdo, este
requisito es algo natural.
Por suerte, me ha tocado
trabajar en hospitales y en centros de salud, en pueblos y en ciudades. He
escuchado las cuitas de pacientes jóvenes y ancianos, de mujeres y hombres, de afectados
por patologías más o menos graves graves, desde prójimos prácticamente sanos hasta
dolientes terminales. Pero, en todos los casos, para poder prestarles adecuada
asistencia sanitaria, me resultó imprescindible la orientación holística de su
enfermedad.
¿Hasta dónde alcanza el amparo protector de la bata blanca de los médicos?
¿Cuándo esta albura de sus uniformes muda en una sobriedad más propia hábitos
sacerdotales? ¿Cuántos acuden cada día a las consultas demandando palabras más
eficaces que el más certero de los medicamentos?
Pronto nos habituaremos a
manejar terapias genéticas y tratamientos individualizados que hasta hace muy
poco tiempo solamente soñábamos. Quizás seamos capaces de vencer al cáncer,
doblegando una por una sus fornidas patas y tenazas. Tal vez sinteticemos la
vacuna perfecta, que nos permita combatir cualquier enfermedad infecciosa. O
fabricar una píldora maravillosa que aleje de nosotros todo mal capaz de
deteriorar nuestras arterias y venas, o erradicar el hambre y la malnutrición
en el mundo.
Pero para conseguir cualquiera
de estas utopías, debemos también rechazar la soledad, la más contemporánea de
las enfermedades, la tristeza, la depresión, la insolidaridad, pues son éstas patologías
del alma que provocan tanto sufrimiento como la más enconada de las heridas,
como el dolor más recalcitrante y refractario. Dicen que decía Albert Camus que
la enfermedad es el opresor más temible. Intentemos pues, borrar las huellas de
tamaña tiranía.