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01 febrero 2006

HUMANAS SECRECCIONES



Durante estos días de frío siberiano he estado haciendo un seguimiento exhaustivo de todos los deportes televisados y me ha dado cuenta que el balompié se ha vuelto una verdadera cochinada. 


¿Se han fijado ustedes cuántas veces escupen los futbolistas sobre el cesped en el transcurso de un partido cualquiera? Y eso que sólo vemos a los que caza el ojo indiscreto de la cámara de televisión ¿Se imaginan por ejemplo un campeonato de golf con todos los jugadores intentando embocar un lapo en el hoyo?; de otra manera, ¿escupen sobre el parquet los jugadores de baloncesto, de balonmano, de ping – pong o de voleibol?. 


No, ciertamente. Claro que también existe una serie de deportes que por su propia práctica y desarrollo impiden ese hábito tan desagradable: no pueden escupir los motoristas por llevar casco, así como tampoco los tiradores de esgrima que portan una máscaras protectora. Tampoco escupen los nadadores ni los jugadores de waterpolo (aunque tal vez sí se orinen de vez en cuando). ¿Cabría en la cabeza de alguien observar una competición de billar, de ajedrez o de taekwondo donde los contendientes se dedicaran a dirimir su rivalidad a punta de gargajos?. 


No, por supuesto.


Y es que todavía colea el debate sobre el último y más reciente escupitajo futbolístico, el propinado por el genial y maleducado Samuel Eto´o a un defensa del Athletic de Bilbao. El adusto entrenador Javier Clemente criticó dicha actitud mentando a los que bajan de los árboles, en una diáfana metáfora racista que a nadie engaña aunque después haya tratado de enmendar el cuento. Pero en este país somos muy aficionados a ser más papistas que el Papa. ¿Qué hubiera ocurrido si Clemente le llamase cerdo al delantero barcelonista?; y digo cerdo como sinónimo de cochino y marrano, epítetos ambos de claras connotaciones animales que parecen ser mucho menos ofensivos que la referencia a otro animal como el mono. Se pregunta Aloysius que hubiera ocurrido si es Eto´o el escupido; cabe la posibilidad de que el agente productor del salivazo hubiera sido tachado de racista y desaseado.

Desde siempre el control de la emisión de humanas secrecciones se encuentra intimamente ligado a la salud pública y a la urbanidad. No es la primera vez que hago referencia a diferentes ordenanzas municipales y comunitarias que deberían sancionar las meadas callejeras, las vomitonas postbotellónicas o la siembra de deyecciones humanas y animales en la vía pública. Tampoco es de extrañar que los niños tomen ejemplo de las actitudes de sus ídolos deportivos. Si ven escupir en el terreno de juego de seguro que repetiran esa actuación cuando ellos sean los jugadores. Por ello echo de menos una tarjeta verde que en el fútbol castigue a los desaprensivos que espectoren o se alivien las narices sobre el cesped.


Una faceta mucho más agradable de las humanas secrecciones es la que hace referencia a las feromonas. Al final del antiguo Bachiller Unificado Polivalente (BUP) nos enseñaban en Biología que estas sustancias servían para la comunicación sexual en determinadas especies animales, actuando como atrayentes o repelentes según fuera el caso y la necesidad. 


He leído que una doctora norteamericana publicó en 1986 el primer trabajo favorable a la existencia de feromonas en la especie humana, implicadas en las relaciones entre las mujeres y los hombres (supongo que también entre las mujeres y las mujeres y los hombres y los hombres). Hay quien se ha atrevido incluso a embotellar estas humanas secrecciones y a venderlas al mejor postor. Me acuerdo ahora de aquello que decía George Horace Lorimer sobre lo bonito que es tener dinero para comprarnos cosas, pero más bonito es tener cosas que el dinero no puede comprar. Menos pollos y más feromonas.

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