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11 septiembre 2007

PRODUCTOS MILAGRO



"San Miguel sometiendo a Satanás en un atardecer belga"


Como tantas y tantas veces, la otra tarde derrochaba mi muy irredento Aloysius el tiempo de su lacónica existencia desordenando los cajones de los DVD de oferta en una gran superficie comercial. Conocedor de mi particular afición al cine que trata cuestiones médicas (en otras palabras, a la medicina que escarba en las pantallas cinematográficas), con motivo de mi próxima arcangélica onomástica me regaló un ejemplar de “Derecho a morir” (Peter Wendkos, 1987).


Doble agradecimiento, pues una vez más pude admirar a ese mítico sex symbol llamado Raquel Welch, que entonces, con 47 años cumplidos, se atrevió con un papel cargado de dramatismo, el de Emily Bauer, una profesora de psicología que en la realidad sucumbió ante el padecimiento de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Por este logrado trabajo, obtendría una nominación actriz al Globo de Oro como mejor actriz. Visualicé la cinta y una avalancha de penosos recuerdos se me vino encima. Hace años, nuestra felicidad familiar se vio golpeada por la pérdida de un tío que, en la flor de la vida, falleció como consecuencia de esta devastadora enfermedad neurodegenerativa. A día de hoy, todavía no existe la cura efectiva para tanto sufrimiento.

En una escena del film, la protagonista enferma acude al gabinete de una curandera, tal vez buscando el amparo o el consuelo que la medicina contemporánea ya la había negado de antemano. También mi tío y sus seres más queridos peregrinaron por santuarios atestados, cubiles de ensalmadores, casas de chamanes y guaridas de santeros, incluso por sanatorios y dispensarios médicos de diferentes especialidades, experimentando a la par tratamientos ortodoxos y desesperadas terapias experimentales o pseudomilagrosas. El fin de sus días llegó inexorable (como llegará para todos nosotros), pero mientras su musculatura respiratoria se paralizaba, su inteligencia y su sensibilidad se mantuvieron intactas hasta exhalar su último aliento. – La verdad, no sé para qué estudiáis tanto los médicos – me espetó en una ocasión con un afilado suspiro. La verdad, es que yo tampoco lo sé.

En España, el Consejo General de Colegios Farmacéuticos creó en el año 2005 el Centro de Detección de Productos Milagro. ¿De qué estamos hablando? Pues de una serie de sustancias y artefactos que se comercializan con la finalidad de prevenir y curar determinadas enfermedades y trastornos sin haber demostrado científicamente su utilidad para tales fines. La lista es prolija: cremas antiedad (¡ay, si fueran ciertos sus efectos!), untuosos potingues sacamantecas (¡insisto!), dietas portentosas que convertirían a Oliver Hardy en Stan Laurel o múltiples caralladas magnetizadas sabe Dios con qué imanes. Lo gracioso del tema, es que muchos de estos fabricantes dan publicidad a sus productos con anuncios fraudulentos que se cuelan por nuestras televisivas pantallas domésticas.


¿Se acuerdan aún del jeta que se hacía llamar Dr. Rosado, y que prometía curar el hipo rebelde apagándole colillas en la coronilla del jadeante paisano? Algunas veces, me pregunto por qué es tan fácil curar y tan difícil ser médico.

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