Como Roma, Medellín mantiene apuntalada su geografía sobre siete colinas. En la cima de una de ellas, el llamado Cerro Nutibara, alumbrados por la tenue luz de los faroles del Pueblito Paisa, Tavo me cuenta las historias sobre cómo se han enfermado y muerto las gentes de su Medellín: el usurero de barrio, al que le salió una ampolla en un dedo de un pie y enterito se lo fue comiendo la gangrena, en rigurosos plazos, tal vez fuera diabético y él no lo sabía, o tal vez fue la causa del deceso su propia avaricia, una enfermedad tan maligna y perniciosa como otra cualquiera, o la de la joven madre que se pasó tres semanas tosiendo sin parar, y que por el pánico que le producían las agujas de las inyecciones, no quiso ir al médico y una neumonía se la llevó volando en el viento del atardecer, dejando dos niños chicos al cuidado de la caridad, o la de la viejita que sacaba todas las mañanas los pajaritos al calor del sol, y que una tarde no apareció ni para ponerles agua fresca ni para protegerlos de la noche, pues cuatro días llevaba muerta cobijada con el sueño triste de su soledad.
Como en la Roma clásica, Medellín no paga a los traidores: ni al mariscal Jorge Robledo, descubridor y conquistador de aquellas tierras a mediados del siglo XVI, al que sus compañeros de armas le dieron matarile acusándole de conspirar contra el adelantado Sebastián de Belalcázar, ni al prócer de la patria el general José María Córdova, que peleó codo con codo con Simón Bolívar para independizar América y que siguió un destino idéntico al de Robledo, ejecutado por los suyos en tiempos turbulentos, ni a tantos y tantos sicarios encomendados a María Auxiliadora, que tiñeron con su sangre las cuestas, las carreras y las quebradas de la ciudad de la eterna primavera en los violentos años 80.
Como en Roma en otoño, no observé moscas en Medellín. Miento. Si me las encontré poblando algunos cuadros de Fernando Botero, el mismo que pinta vírgenes opulentas y orondos cristos sufrientes, con la sangre chorreándoles desde la corona de espinas en bermejos goterones que más bien parecen renacuajos flagelando la piel herida del martirizado, y sobre todo en los lienzos surrealistas de David Manzur. Los insectos que allí más vuelan son las pardas mariposas de la noche y las cucarachas doradas capaces de ascender más de cincuenta metros cautivadas por el fulgor de una lámpara solitaria.
Los augures locales predicen la suerte estudiando los números que las mariposas portan bajo sus alas. Si alguna vez encuentran allí una con las letras y las cifras del título de este relato, seguro que les traerá buena suerte. Coinciden con la matrícula del taxi que mi amigo Tavo conduce por las calles de Medellín.
Como en la Roma clásica, Medellín no paga a los traidores: ni al mariscal Jorge Robledo, descubridor y conquistador de aquellas tierras a mediados del siglo XVI, al que sus compañeros de armas le dieron matarile acusándole de conspirar contra el adelantado Sebastián de Belalcázar, ni al prócer de la patria el general José María Córdova, que peleó codo con codo con Simón Bolívar para independizar América y que siguió un destino idéntico al de Robledo, ejecutado por los suyos en tiempos turbulentos, ni a tantos y tantos sicarios encomendados a María Auxiliadora, que tiñeron con su sangre las cuestas, las carreras y las quebradas de la ciudad de la eterna primavera en los violentos años 80.
Como en Roma en otoño, no observé moscas en Medellín. Miento. Si me las encontré poblando algunos cuadros de Fernando Botero, el mismo que pinta vírgenes opulentas y orondos cristos sufrientes, con la sangre chorreándoles desde la corona de espinas en bermejos goterones que más bien parecen renacuajos flagelando la piel herida del martirizado, y sobre todo en los lienzos surrealistas de David Manzur. Los insectos que allí más vuelan son las pardas mariposas de la noche y las cucarachas doradas capaces de ascender más de cincuenta metros cautivadas por el fulgor de una lámpara solitaria.
Los augures locales predicen la suerte estudiando los números que las mariposas portan bajo sus alas. Si alguna vez encuentran allí una con las letras y las cifras del título de este relato, seguro que les traerá buena suerte. Coinciden con la matrícula del taxi que mi amigo Tavo conduce por las calles de Medellín.