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16 febrero 2011

LA PATENTE DE LOS MEDICAMENTOS



Un documento histórico. El daguerrotipo de Albert Sands Southworth y Josiah Johnson Hawes, en el que se muestra a William Morton y a John Warren operando a un paciente anestesiado con éter sulfúrico en el Hospital General de Massachusetts (1847).


Acaba de sorprenderme el generoso Aloysius con su último regalo, una copia en DVD de “El gran momento”, película dirigida por Preston Sturges en 1944 en la que Joel McCrea daba vida al odontólogo norteamericano William Morton. Corría el 30 de septiembre de 1846 cuando este dentista conseguía extraerle sin dolor un diente a su paciente Eben Frost, inaugurando así la era de la anestesia odontológica. En clave de comedia, la trama del film gira en torno al descubrimiento del éter sulfúrico como anestésico y al conflicto generado entre Morton y la sociedad de la época por la patente de tan capital hallazgo.
El hecho de ver de nuevo esta cinta cinematográfica ha supuesto una curiosa casualidad respecto a uno de los temas de moda en la sanidad pública, el uso de los medicamentos genéricos, comercializados una vez haya vencido la patente de la marca original.
En España está vigente la Ley 29/2006, de 26 de julio, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios, en la que claramente se expresa que los genéricos no podrán ser comercializados hasta que hayan transcurrido 10 años desde la fecha de la autorización inicial del medicamento de referencia. En otras palabras, la patente de producto para una entidad química novedosa, un fármaco en este caso, representa el tiempo durante el cual el laboratorio descubridor puede explotar en exclusiva el producto patentado, en la práctica la ausencia total de competencia comercial.
El tema tiene su complejidad, puesto que la industria farmacéutica necesita la protección de la patente para obtener unos beneficios capaces de enjugar el elevado desembolso realizado durante los períodos de investigación, desarrollo y promoción de cada fármaco. De no ser así, no habría negocio, y está claro que el motor de la investigación en medicina corresponde indudablemente a la iniciativa privada. Sin embargo, las voces críticas insisten en que los laboratorios sólo investigan las líneas patológicas rentables, como el cáncer o la obesidad, por ejemplo, abandonando a su suerte a enfermedades minoritarias por su baja incidencia o por afectar a colectivos desfavorecidos que no pueden sufragarse la medicación, como la enfermedad de Chagas o la tripanosomiasis africana, más conocida como enfermedad del sueño.
El vencimiento de las patentes farmacológicas pudiera representar un sistema de protección antimonopolio. La porfía de William Morton consistía en evitar que otros médicos pudieran utilizar también el éter sulfúrico para anestesiar a los pacientes. Afortunadamente cambió de opinión, al compadecerse de una indefensa muchacha en la antesala de un quirófano, cuando iba a ser sometida sin anestesia a una dolorosa operación. En otra ocasión, hablaremos del uso compasivo de los medicamentos. Porque en este fascinante mundo de las medicinas no todo es negocio y avaricia. Afortunadamente.

2 comentarios:

Francisco Doña dijo...

En su comentario a la entrada anterior agradecía Aloysius que siguiera "leyendo estas líneas". Soy yo quien debe estar agradecido por la fortuna de poder hacerlo. Siempre se encuentran aquí cuestiones interesantes, planteamientos inteligentes y, en muchas ocasiones -como hoy- una magnífica exposición donde se relacionan el pasado y el presente de la medicina, magistralmente entrelazados para llegar a unas conclusiones llenas de sentido.
Gracias por tan ilustrativo texto, por la acertada referencia cinematográfica (no podía ser de otra manera), y por ese daguerrotipo de tanto interés histórico como el estupendo vídeo final.
¡Excelente entrada!

aloysius dijo...

Con tanto inmerecido elogios, me abrumas. Muchas gracias