"Recuerdo lo que no quisiera recordar, y en cambio no puedo olvidar lo que quisiera dar al olvido..." MARCO TULIO CICERON. Y todo esto es así porque los dioses no conocen la memoria y los hombres son capaces de convertir el destino en recuerdo...
Un par de veces al año me cito con mi viejo amigo Cirrus, físico de formación y profesión que vive en la capital de Galicia. Hablamos durante horas sobre la nanotecnología y la computación cuántica, sobre el grafeno y los ascensores espaciales, sobre otros fantásticos materiales y energías inagotables a punto de ser descubiertos, pero también sobre la inmortalidad, la reparación de los telómeros y la ilusión de vivir en otros planetas de nuestro sistema solar...
Lector incansable, crítico personaje inquieto, mientras paseábamos por las calles de Auriavella, me aseguró que el primer ourensano que viviría 1000 años había nacido ya.
Y añadió:
- Por supuesto, si los humanos evitamos nuestra autodestrucción durante este siglo XXI...
Entonces, como un ave del paraíso, se posó en las ramas de mi memoria este breve relato de Bernard Pechberty:
"Esta vez todo había terminado. Los hombres no realizaban ya ningún
trabajo, las máquinas los sustituían por completo. Vivían retirados en sus
refugios antirradioactivos y lentamente iban paralizándose, sin fuerzas
siquiera para procrear. Pero esto no les importaba, puesto que los robots les
proveían de todo lo que podían necesitar. Así, los últimos hombres terminaron
muy pronto por atrofiarse completamente. Entonces los autómatas los eliminaron
tranquilamente. Después de tantos siglos desde que el hombre los creara
esperaban con ansia este momento. Después, pensaron que al fin podrían
descansar. Pero muy pronto se dieron cuenta de que para ello necesitaban
servidores. Así, inventaron a los hombres..."
Sostiene Aloysius que todo lo
que comemos y bebemos nos entra antes por los ojos que por la boca, en una especie
de nutrición cerebral que comienza mucho antes que el propio proceso digestivo.
Incluso nos entra por las narices, ya que los mortales preferimos todo aquello
que huela a lima, naranja, pomelo, menta y melocotón. Pero, entonces, ¿comemos
y bebemos realmente lo que queremos o ambos procesos pueden ser determinados? Hay
alimentos que nos vuelven más pacíficos, como el pescado, porque los ácidos
grasos omega 3 incrementan la serotonina, el neurotrasmisor de la paz y el
bienestar cerebral. Lo mismo ocurre con las cardiosaludables nueces.
En el mundo de las bebidas, más
que la sed es el color, el precio, el ambiente y la velocidad de la ingesta son
determinantes de nuestra elección. En el color influye tanto el del continente
como el del contenido. Los tonos fríos, azules y verdes, son tan satisfactorios
como el sabor. Un potentado presumía de beber whisky no porque le gustara, sino
porque era más caro. Y es que cuanto más elevado resulta el precio de una
bebida, más altas son las expectativas que en ella depositamos. Ocurre con el
champán, pero también con la ginebra. Ojo: aquí hay trampa.
En la Universidad
de Stanford y el Instituto de Tecnología de California han demostrado que
apreciamos las bebidas más caras, independientemente de su precio real. Otra
vez las apariencias nos engañan. ¿Y qué decir de la forma de los vasos? Los
curvados, los cortos y los anchos nos confunden, pues percibimos peor su
capacidad y así bebemos más de prisa.
¿Y los locales? Está demostrado que
triunfan los restaurantes y los bares de moda, independientemente de lo que en
ellos se sirva. Incluso la música ambiental influye. Preferimos bocados o
tragos menos sustanciosos en un pub o en una cervecería que otros mucho más
apetecibles tomados directamente de la nevera de un supermercado. En 1957, el hábil
James Vicary se inventó un supuesto proyecto de publicidad subliminal de Coca
Cola en los cines. Aunque no fue cierto, las ventas del refresco se dispararon
y todavía hoy hay muchas personas que se creen esta leyenda urbana.
Pero en nuestra apetencia por
los alimentos no influye solamente su aspecto, sino también las circunstancias
en las que los ingerimos. Un reciente estudio de la Universidad de Bristol ha
revelado que comer delante de la pantalla de un ordenador o de un videojuego
puede aumentar nuestro apetito a lo largo del día. Previamente, hallazgos
similares se habían detectado en las personas que tienen por costumbre comer
viendo la televisión. El trabajo dirigido por el Dr. Jeff Brunstrom, publicado
en el American Journal of Clinical
Nutrition, concluye que memoria y atención juegan un papel determinante en
el apetito y en la cantidad de comida que ingerimos.
A mediodía, en la Plaza de Santa Ana, un hombre de mediana edad me ofrece 9 pares de calcetines a 10 euros. Son de algodón - intenta convencerme. Las terrazas están copadas por adolescentes. En la mesa de al lado unas jóvenes extranjeras escriben en sus agendas con bolígrafos de tinta morada. El hombre de los calcetines viste una parka nueva y tiene la barba bien arreglada. Por un instante, me recuerda a un psicólogo que trabajaba apartando personas del mal. 9 pares a 10 euros, la voz se va perdiendo en la lejanía buscando mejor clientela. En la terraza del Hotel Me Madrid, los gin tonics están a 15 euros, como en Oslo. Eso sí, llevan incorporada una panorámica del cielo de Madrid que te seduce noche y día.
Dos ancianas han bajado a la plaza con sus pequeños pomeranias. El blanco le ladra a todo el que se acerca. El de miniatura corre veloz detrás de una pelota de goma amarilla. Fugazmente, un muchacho con un gorro de lana como el de los estibadores de "La ley del silencio", lleva por la cadena a un podenco inmaduro que brinca con una agilidad portentosa. Tres pequeños pícaros de tez aceitunada y corte de pelo con flequillo se reparten entre las mesas. Los camareros acuden rápido, para espantarlos. Le birlan a usted la cartera o el teléfono móvil en un abrir y cerrar de ojos - me han advertido, en un abrir y cerrar de manos, como un saludo - pienso yo. Como señuelo, me han mostrado unas hojas falsas recogiendo firmas de vete tú a saber para qué. Pero las pequeñas aves rapaces han de volar a otras ramas, en la procura de mejores incautos.
Las sirenas de emergencias aúllan como animales heridos. En una calle hay un atasco, SEUR contra SAMUR: una entrega urgente contra una recogida más urgente. Deambulando por la Carrera de San Jerónimo mis ojos me engañan con un espejismo: me ha parecido ver a Paco Umbral entrando en Lhardy para tomarse un caldo. El portero del local es un hombre llamado montaña. Gorra de plato y uniforme, corpulento y moreno, me ha mirado en tonos verdes claros como diciéndome: ya está bien de fisgar, coge y anda para tu casa. Clavado en el umbral del portal, apenas me ha dejado ver el final del pasillo y la entrada del restaurante. Ya se sabe, la Catedral de Santiago de Compostela, con sus conspiradores, es al botafumeiro lo que el Lhardy, con los suyos, es al samovar. Matemática pura. Los porteros del Joy Eslava también son fornidos y morenos. A Umbral hace tiempo que han dejado de invitarle a tomarse allí las copas. Y es que ya nada es lo que parece en la capital de este reino de quimeras.
En la Puerta del Sol ha desaparecido el cartel de Tío Pepe. Con sus gracias teatrales, un mimo muy inquieto concentra la atención del personal mientras policías musculosos patrullan en formación, como gladiadores dispuestos a entrar en liza. Proliferan las cámaras de vigilancia en cada esquina y han plantado una comisaría en plena Calle de la Montera. El comercio del sexo ha decaído, como en la Calle de la Ballesta, donde los antiguos puticlubs han mudado a restaurantes y tabernas pijas, a cafés - teatro y tiendas de ropa, incluso han abierto una tienda de máscaras y maquillaje. Señores, ha cerrado el ambigú. Muchas gracias por su visita.
El lumpen es ahora más moderno. Como un comando, en el Pans & Company entra una pareja de rumanos al ataque. Ella trata de esquivar a los empleados en la planta baja, mientras él sube a la de arriba, ágil como aquel podenco joven de la Plaza de Santa Ana. Todo el mundo ha dejado de masticar, mientras los chavales de la franquicia se han puesto en funcionamiento. Con la pareja devuelta al caudal de la Gran Vía, retorna el bullicio y todos sanos y salvos.
En la Plaza de Canalejas está el Café del Príncipe, en donde antaño brillaba en esplendor la Joyería Aleixandre. Ya no están Pepe ni Manolo, por un suponer, y ahora las camareras son todas colombianas. Un grupo de sesentonas, diplomadas en laísmo, añoran tiempos de salas de fiesta y discoteca, donde Pepes y Manolos les pedían de bailar, las baladas de Raphael y de Adamo. Por el timbre de sus voces podrían ser jubiladas de la Telefónica. Una luz ténue y desvaída se descuelga desde las lámparas de cristal y la araña de bronce, brotando de unas bombillas que imitan lamparitas titilantes.
En día del fin del mundo por la tarde ya sabemos que este mundo no se acaba. Son las 12 de la noche en Hong Kong y no ha ocurrido nada. Por lo menos, todavía hoy, todo lo que conocemos no se termina porque continúa mañana. La fábrica de nuestra imaginación seguirá trabajando, si cabe, hasta un nuevo fin del mundo.
Si el fin del mundo no lo impide, un año más están acercando las fiestas navideñas. Tal vez el horno no esté para bollos, por la crisis
económica y social que nos ha tocado vivir. Pero, independientemente de su indudable significado religioso, y dejando también a parte su faceta despiadada, consumista y comercial, para los que contamos con pequeños en la casa éstos resultan momentos sin duda entrañables.
La cultura occidental se encuentra impregnada por el arte navideño: pictórico, escultórico, musical, incluso gastronómico...; además ahora triunfa la solidaridad. Sostiene Aloysius que una celebración capaz de
conseguir apenas unas horas de tregua en las más cruentas batallas merece tenerse en cuenta.
Pero, ¿cuál es el color de la
Navidad? El rojo compite con el blanco; roja es la ropa interior con la que algunos y algunas acostumbran a despedir el año. Y a pesar de las tonalidades
escarlata asignadas al traje de San Nicolás (Papá Noel o Santa Claus), el distribuidor de regalos y juguetes por
antonomasia, el color inmaculado gana por goleada. Escribimos, para no dejar
las páginas en blanco, cuentos donde las princesas de piel blanca como la leche nos
regalan como sonrisas las perlas de su boca.
En Navidad se reúnen los coros
de voces blancas, entonando villancicos rebosantes de buenos deseos, alegría y
paz. Proliferan las intoxicaciones etílicas, por bebidas blancas, brebajes que jamás prueban los cosecheros de vino, de blanco o de tinto, líquidos inflamables y de riesgo para determinados bebedores, esos que por culpa de tanta
euforia, terminan dirimiendo sus disputas con armas blancas.
Blanca es la nieve, meteoro
asociado al invierno. En Tailandia, los elefantes, blancos, escasos y
poco comunes, son respetados como seres sagrados. Son regalo de
reyes. En Occidente, su simbolismo es al contrario, pues debido a su costosa
manutención, un elefante se convierte en dura penitencia si al monarca se le ocurre regalárselo a un súbdito desafortunado. En España, un famoso paquidermo alcanzó la
fama por su color espectral. Dicen que el golpista coronel Tejero estuvo
maldiciendo su suerte por culpa de un elefante blanco que nunca apareció. Las sábanas
que visten a los fantasmas son siempre blancas.
Otros animales blancos son también muy valorados: encontrarse un mirlo blanco es sinónimo de algo
excepcional y extraordinario. Y qué decir del irrepetible Copito de Nieve, el
gorila albino que durante décadas se convirtió en el símbolo del Zoo de
Barcelona. Corderos y conejos blancos despiertan la ternura. La paloma de la paz es blanca.
Tras el brutal asesinato de Miguel Ángel Blanco, millones de manos blancas se
alzaron en España pidiendo el fin de la terrorismo etarra. Por una vez en la
vida, el acuerdo fue unánime rechazando tanta barbarie irracional. Como el
tiempo es el mejor anestésico, y tratando que su recuerdo no se diluya en el
olvido, cada día en Cuba las damas de blanco reivindican la liberación de sus
familiares, presos de conciencia, presos políticos.
Para rematar, en tiempos de
zozobra, no permitan que un ladrón de guante blanco les robe la esperanza. No
dejemos que la dura realidad nos golpee, fiera e inmisericorde, dejándonos aturdidos y con los
ojos en blanco, con la mente en blanco. En estos días que se aproximan, si el fin
del mundo lo permite, muchos votarán a favor de la Navidad y quizás, muy pocos, voten en blanco.
El 27 de septiembre de 1962, la
bióloga norteamericana Rachel Carson publicó “Primavera silenciosa”, el primer
libro que advertía sobre los efectos perjudiciales de los pesticidas sobre el medio
ambiente. La Sra. Carson alegaba que el empleo del insecticida DDT (Dicloro
Difenil Tricloroetano) podría provocar la extinción de todos los pájaros del
mundo.
A partir de entonces, se inició un enconado debate entre partidarios y opositores
del famoso insecticida, descubierto durante el otoño 1939 por el químico suizo
Paul Hermann Müller. Por este hallazgo, recibió el Premio Nobel de Medicina,
siendo la primera vez en la historia que un “no médico” obtenía tan preciado
galardón.
Los expertos atribuyen a los
plaguicidas el incremento de un 30% en el rendimiento de las cosechas. Las
desastrosas consecuencias económicas, sociales y demográficas de una gran
plaga, como la de la patata, fueron patentes en Irlanda y Suecia durante el
siglo XIX. Los insecticidas también han servido para la erradicación de la
malaria de la mayor parte del planeta. Aun así, sus detractores responsabilizan
a los plaguicidas de unos 200000 fallecimientos anuales.
De nuevo el diletante
Aloysius retoma la paradoja del cuchillo, útil tanto para cortar el pan como
para matar a un prójimo...
En estos días, los medios de comunicación patrios se
han hecho eco de una noticia sobre la relación directa entre pesticidas y Parkinson.
Indudablemente, el hecho de que el estudio que confirmaría supuestamente el
nexo de unión entre producto químico y patología venga firmado por un
investigador español, el gallego Francisco Pan-Montojo, ha podido incrementar
su repercusión mediática en nuestro país.
Conservo una edición facsímil de “An Essay on The Shaking Palsy” escrito en 1817, considerado la gran aportación del
polifacético Dr. James Parkinson (1755- 1824). Es la primera descripción clínica
de los síntomas de una enfermedad neurodegenerativa caracterizada por temblor,
rigidez muscular y lentitud en los movimientos (bradicinesia), y que pueden asociarse
a ansiedad, depresión, trastornos del sueño, déficit cognitivo, alteraciones
sensoriales y dolor.
Los estudios epidemiológicos revelan una incidencia anual
de 18 casos por cada 100000 habitantes, con una patrón más prevalente en
varones rurales y en el hemisferio norte. Antes de los 40 años, su incidencia
es apenas de 1 de cada 100000 habitantes, pero a partir de los 50 años, comienza
a aumentar hasta estabilizarse en la 8ª década de la vida.
La sospecha de la
relación entre el Parkinson con los pesticidas no es nueva, pero el trabajo de Pan-Montojo
quizás haya despertado demasiadas expectativas.
El insecticida estudiado es la rotenona, autorizado en Europa en agricultura ecológica. El modelo de
investigación, una vez más, no es humano, sino que han empleado ratones durante
la vivisección y cultivos de células murinas en las pruebas in vitro. Por último,
recordar que el Parkinson es una enfermedad humana, que no afecta naturalmente
a los roedores, y que fue descrita por lo menos 100 años antes del
descubrimiento del primer insecticida de síntesis industrial.
Como decía Epícteto
de Frigia, la prudencia es el más excelso de todos los bienes.
Hoy toca hablar de alguno de los males
del corazón, pero desde una perspectiva ciertamente heterodoxa, y que me
perdonen mis amigos cardiólogos, que son unos cuántos, amigos y cardiólogos,
afortunadamente.
Sostiene Aloysius que los poetas hicieron lo correcto cuando
anidaron el amor en la víscera cardíaca. Resulta mucho más estético un corazón
grabado a punta de navaja sobre una puerta de madera vieja, que una sesera
esquemática, por poner un ejemplo, atravesada por una flecha de Cupido.
Qué me
dirían ustedes de un lóbulo frontal, nuestro director de orquesta cerebral, con
un dardo clavado en medio y medio de su delicada estructura, aunque éste hubiera
sido disparado con las mejores intenciones por el angelote pagano de rubios
tirabuzones, armado de aljaba y arco, con sus alitas mansas de paloma o
mariposa, y sus mofletes saludables, sonrosados.
Y es que los humanos tendemos a
guardar en nuestro interior los sentimientos más profundos, las pasiones más
secretas. Desde siempre, las entrañas han resultado un territorio demasiado genérico,
y así, como órgano más velado, se me ocurre el páncreas, escondido tras el
peritoneo, y que aunque desde el punto funcional es una glándula muy
importante, no parece el lugar más adecuado para albergar nuestro frenesí. El
corazón resulta mucho más accesible, se estudia muy bien con ecografía, porque
no importa si el paciente tiene gases; además palpita, robusto motor de carne
con sus válvulas, se insufla y se desinfla con cada latido, bombeando cada
instante ese maravilloso líquido carmesí llamado sangre, tan necesario para su
funcionamiento y para la propia vida.
Pues ahora resulta que los clásicos
no andaban tan descaminados. Un estudio publicado en la revista Proceedings of the National Academy of
Sciences ha revelado que las decepciones amorosas lastiman tanto como cualquier
dolor físicamente perceptible. ¿Cómo es posible? Utilizando sofisticadas
pruebas de resonancia magnética, rastreando cambios en el flujo sanguíneo
cerebral, el Dr. Ethan Kross y su equipo de investigadores de la Universidad de
Michigan han determinado que las mismas redes neurológicas activadas al sufrir
una quemadura leve lo hacen también cuando padecemos un desengaño amoroso.
Incluso se han atrevido a dar un paso más allá en sus conclusiones,
relacionando los traumas emocionales y el sentimiento de rechazo con el dolor
crónico que padecen determinados pacientes, como por ejemplo en la
fibromialgia.
Así definía el amor D. Francisco
de Quevedo en pleno Siglo de Oro, quién sabe si tocado por una tórrida pasión: “es
hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente, es un soñado
bien, un mal presente…” O el mismísimo Rubén Darío, cuando se atrevió a
aseverar que “Eva y Cipris (Afrodita) concentran el misterio del corazón del mundo”.
Amanece sobre Ourense a través
de mi imagen reflejada en los cristales. Poco a poco, tonos rosáceos incendian
el cielo y otros, ambarinos, se van reduciendo a diminutos puntos velados, apenas
farolas de luz mortecina que todavía creen que es de noche en las calles.
He repasado de memoria, una a
una, todas aquellas complicaciones que pudieran acarrear una artroscopia y la
anestesia raquídea: dicen que los pesimistas miran a un lado y a otro antes de
cruzar una calle de una sola dirección.
Hoy toca jugar a pacientes. Un
pequeño ejército uniformado de verde quirófano se ha puesto en marcha,
sincronizadamente. Un antiguo compañero de la escuela es hoy el barbero que rasura
con delicadeza mi muslo y rodilla. Apaga la maquinilla eléctrica deseándome
suerte y yo me quedo observando su labor. Mi pierna es ahora un exvoto de pálida
cera, uno de los que cada 11 de julio ofrecen a San Benito sus fieles devotos
en la ermita da Cova do Lobo, cerca deO Tangaraño.
Una amable enfermera solicita permiso
para cogerme una vía. Ya no emplean agujas metálicas, sino unos modernos artilugios
plásticos. Mi pellejo se resiste a ser traspasado. Acude a mi el recuerdo de
aquella canción de Enrique Urquijo y Los Problemas, cuando una y otra vez Sor
Ivonne le pinchaba el suero de la verdad... Mientras el sistema de punción encuentra por
fin una vena, escucho un suspiro: esta piel es más de obrero metalúrgico que de
médico…
Sonrío, por la pinta que tengo,
con uno de esos camisones unisex de los hospitales, tan ridículos como prácticos,
tocado con un gorro esmeralda y unas reducidas calzas de papel: ¿será posible
que esta noche se me hayan agigantado tanto los pies?
Me acuesto sobre la mesa del
quirófano, estrecha como la tabla que te salva de en un naufragio. La luz que
baña la escena procede de una lámpara de led,
una moderna Dräger alemana que evoca otros nombres, y consigo evadirme a un
pueblecito pesquero, en verano, en el sur de la isla de Amager. Y así, por un
breve instante, he dejado de ser el cadáver en la lección de anatomía del Dr.
Nicolaes Tulp.
La hueste disciplinada se ha
puesto en marcha, unos hacia un brazo, otros hacia la pierna que va a ser
operada. Un pinchazo certero en la espalda y mis piernas dejan de pertenecerme.
Veo la punta de los dedos de mi pie derecho alcanzar alturas imposibles. Apenas siento la dulce ebriedad de la sedación y el tiempo discurre con inusitada rapidez. A
lo lejos escucho el cuchicheo de los cirujanos. En la nuca, noto la tenue vibración
del torno en miniatura que fresa los bordes del menisco y los cartílagos dañados.
Cuando la intervención ha
finalizado, ya sobre mi cama de la sala de recuperación, intento mover las
piernas y no puedo. Me concentro para tratar de hacerlo de nuevo, pero cualquier esfuerzo resulta
inútil. En apenas una hora, un hormigueo es el heraldo de la desaparición de
la anestesia. Durante todo ese tiempo, la empatía me abre las puertas de aquellos
prójimos cuyos cuerpos están entumecidos a causa de un accidente o de una
enfermedad. “Piernas enclenques tendré,
pero está en flor el monte Yoshino”, escribió el maestro Matsuo Bashô en el
siglo XVII. Lo malo es cuando la parálisis es para siempre…
Observando el lento destilar del
suero del gotero, poco a poco me abandono al sueño, esperando que vuelva la
cotidiana historia: “mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte”…
Hitos como el amartizaje del
Curiosity sobre la superficie desértica del Planeta Rojo, junto al salto
estratosférico protagonizado por el intrépido Félix Baumgartner, han despertado
de nuevo el interés del aletargado Aloysius por la carrera espacial. Incluso hay quien le ha escuchado atreverse a vaticinar que la reelección presidencial de
Obama servirá para desempolvar antiguos proyectos de colonización de la Luna.
Gracias a los avances en informática hoy en día disponemos de simuladores espaciales que nos permiten viajar al
Universo desde la comodidad de nuestras casas: Universe Sandbox, Orbiter 2010 o Space Engine son algunos ejemplos de ello, y pueden descargarse
gratuitamente en nuestros ordenadores personales.
La historia de los simuladores
de vuelo se remonta a los albores de la aviación, si bien su desarrollo adquirió mayor celeridad tras la 2ª Guerra Mundial. De esta manera, pilotos sin
entrenamiento previo podrían practicar sus habilidades sin poner vidas en
peligro. Como no podía ser menos, estos simuladores posteriormente saltarían desde el ámbito
estrictamente profesional a las más sofisticadas consolas de videojuegos.
En el campo de la medicina y de
la veterinaria también existen simuladores. Es el caso del Simcyp (www.simcyp.com), que faculta el desarrollo nuevos fármacos mediante simulaciones farmacocinéticas y farmacodinámicas en
poblaciones virtuales. En la práctica, los investigadores pueden predecir los
resultados de un medicamento en determinadas poblaciones clínicas, teniendo en consideración
numerosas bases de datos que contienen información genética, fisiológica y
epidemiológica de humanos y animales. Los fabricantes aseguran que estas
predicciones automatizadas de los resultados in vivo permiten evaluar un gran número
de compuestos en muy poco tiempo, ahorrando grandes costes.
Una característica muy llamativa
del Simcyp es su modelo mecánico de riñón, que permite analizar la inhibición
competitiva de diversos fármacos a ese nivel, es decir, cómo se comporta la
permeabilidad de las nefronas, la secreción activa, la reabsorción entre sangre
y orina, y el metabolismo de excreción renal.
En contacto permanente con la
FDA norteamericana, entidad encargada de darle el visto bueno a cualquier nuevo medicamento
o producto alimenticio que vaya a salir al mercado, detrás de este innovador simulador farmacológico está
un consorcio del que forman parte el 70% de las 40 mayores compañías farmacéuticas
mundiales, incluyendo a las 10 primeras del ranking, decenas de prestigiosas universidades
y varias organizaciones sin ánimo de lucro.
El Simcyp cuenta con una versión
pediátrica, que permite analizar el comportamiento de los fármacos en recién
nacidos, lactantes y niños, y una versión veterinaria, que permite los estudios
en animales sin necesidad de provocarles daño alguno. Y es que, como decía Eleanora Roosvelt, el futuro
pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños.
Cuando tecleamos “suicidio” en
Google ®, la primera referencia es el icono de un teléfono rojo, el Teléfono de
la Esperanza. Al 968343400 le acompaña esta pregunta: ¿necesitas ayuda?
En los últimos
tiempos, cada vez que una persona se quita la vida en relación a la pérdida de
su vivienda, las redes sociales y los medios de comunicación multiplican sus
alertas. Rápidamente se señala a los culpables: banqueros y políticos.
Un periódico
de tirada nacional enmarcaba el suicidio de Amaia Egaña en Baracaldo con el
titular “La gota que ha colmado el vaso”. Gobierno y oposición han adelantado
sus reuniones para modificar la ley, las entidades bancarias han suspendido los
desahucios, casi 400000 desde 2007, mientras la voz de la sociedad se ha alzado
unánime pidiendo soluciones inmediatas.
He leído un artículo de Juan Gervás,
miembro del equipo CESCA (Madrid), que siempre firma sus opiniones como médico
general. Uno de sus pareceres figura entre las 23 referencias que tiene la
palabra “suicidio” en Wikipedia. Su título me llamó la atención: “Seamos prácticos.
Frente a la crisis, ningún suicidio”. Sostiene el Dr. Gervás que las crisis
económicas se acompañan de un empeoramiento de la salud, pero no de una mayor
mortalidad. Y esa salud más deficiente viene determinada por el paro, la
pobreza y las diferencias entre ricos y pobres. Pero aunque las crisis económicas
no aumentan el número de muertes, sí incrementan el número de suicidios.
He
tratado de comprobar si este fenómeno está ocurriendo en España...
Según datos correspondientes al
2010, los últimos disponibles según el INE (Instituto Nacional de Estadística),
la mortalidad global descendió en nuestro país un 1.1% respecto al año 2009. 31
de cada 100 españoles fallecieron por enfermedades cardiovasculares, 28 de cada
100 por cáncer y casi 11 de cada 100 por enfermedades respiratorias. Sin
embargo, la cifra de suicidios fue la más baja de los últimos 17 años: 3145
casos. El número de suicidios se ha mantenido más o menos constante, teniendo
en cuenta el tiempo que viene durando nuestra crisis económica, si bien hoy
fallecen ya más españoles por suicidios que por accidentes de tráfico.
Psiquiatras y psicólogos nos han
enseñado que el suicidio se gesta en el pensamiento, y que el proyecto suicida
nunca es improvisado, aunque la realización sea algunas veces impulsiva. También
sostienen que la causa del suicidio radica en alguna patología psiquiátrica, y
nunca en el análisis lógico del individuo.
Se estima que el 75% de los suicidas
padecieron alguna enfermedad de tipo depresivo y que las enfermedades mentales
están presentes en 9 de cada 10 suicidas: depresión, ansiedad y adicciones. El
riesgo se incrementa cuando síntomas psicóticos e ideas delirantes, como ocurre
en la esquizofenia, acompañan a los trastornos del estado de ánimo.
Los
suicidas son más depresivos, vulnerables a la desesperanza, dependientes,
impulsivos y poseen poca tolerancia a la frustración. Pero las noticias siguen
siendo contradictorias.
Mientras unos medios informan que desde octubre de 2010
hasta hoy se han producido en España 5 casos de suicidio motivados por los
desahucios, otros nos alertan de 9 suicidios diarios, 3 de ellos impulsados por
la crisis. El desempleo sí está asociado al suicidio. Por lo tanto, la lucha
contra el paro debería convertirse en la mejor terapia contra el suicidio.
En mi correo electrónico recibí un
mensaje del inquietante Aloysius citándome en una céntrica cafetería ourensana.
Antes de que apenas tomase asiento, desplegó ante mis ojos la página de
información científica de un diario nacional de gran tirada. Con un rotulador
amarillo fosforescente había remarcado dos nombres: “Montana State University”y “Jack Horner”. Posó la punta de su índice derecho sobre el papel dirigiendo
hacia mí su mirada inquisitoria: ¿será posible?
Hace tiempo comenté una noticia
sobre el Sr. Horner, uno de los paleontólogos más famosos del mundo, cuyas
innovadoras teorías sobre los dinosaurios inspiraron a Steven Spielberg su saga
sobre “Parque Jurásico”. Paradojas científicas contemporáneas, mientras cada día
se extingue en este planeta alguna especie animal o vegetal, el ser humano, con
su insaciable hambre de saber, está empeñado en resucitar aquellas
desaparecidas en la noche de los tiempos.
Una sonada línea de investigación se
inició tratando de devolver a la vida a los mamuts. Para ello emplearían técnicas
de clonación y los embriones serían implantados en el útero de elefantas
nodrizas. El dilema ético que plantea esta idea es revivir a unos animales que
se extinguieron porque el hábitat que ocupaban también desapareció. Aunque el
experimento tuviera éxito, quedaría limitado a una suerte de parque temático o un
zoológico espurio.
Precisamente, desde estas líneas, propusimos en su día el
empleo de la clonación para evitar la extinción del lince ibérico, aprovechando
los escasos ejemplares que todavía viven y que todavía podrían garantizar
cierta y necesaria variabilidad genética.
Jack Horner, al frente de un
equipo de investigadores a buen seguro financiados por alguna potente iniciativa
privada, propone una idea a la par audaz que temeraria. A partir de un embrión
de pollo, mediante ingeniería genética, haría retroceder el tiempo en su genoma
hasta conseguir sacar el dinosaurio que toda ave guarda entre sus primitivos
ancestros. Se marca un plazo de 5 años para conseguirlo. Pero el ilustre
paleontólogo nos advierte que el nuevo ser no tendrá las plenas características
de un dinosaurio, sino que compartirá las de aquellos extintos reptiles con las
de nuestras humildes gallinas domésticas. En resumidas cuentas, se “creará” de manera
artificial una nueva criatura a la que sus padres todavía no saben bien si
bautizar como pollosaurio o dinopollo.
Sensu stricto, podríamos encontrarnos ante un cierto tipo de
involución, una regresión genética propiamente dicha. Ante la imposibilidad
actual de extraer ADN de los dinosaurios a partir de huesos fósiles o de
insectos atrapados en ámbar (como en la popular película), los investigadores
han decidido reactivar los genes atávicos procedentes de las aves actuales.
Humildemente, proponemos para este proceso el nombre de retrovolución o evolución artificial inversa, y permaneceremos bien
atentos a los avances producidos en esta excepcional vía. Mientras escribo esto,
mi pequeña pomerania dormita sobre el sofá. Viéndola tan dulce, no me gustaría que
Jack Horner hiciese brotar el fiero oso perro que permanece aletargado entre sus
genes más arcaicos.
Sostiene el ontológico Aloysius
que los humanos empleamos habitualmente muchas palabras que terminan en “or” de
las que conocemos perfectamente su significado, pero que nos plantean serias
dificultades a la hora de definirlas. Por poner un ejemplo, todo el mundo habla
del Amor, incluso los que nunca han estado enamorados, pero la condición de
haberlo estado no mejora la capacidad de definición de aquellos que un día
fueron heridos por los dardos de Cupido. En otras palabras, nos cuesta definir
todo aquello que tiene difícil cuantificación.
A pesar de los poetas, algunos
magníficos notarios del Amor, no podemos determinar el porcentaje de afecto que
sentimos por la mujer o por el hombre amado; tampoco podemos comparar la
intensidad de nuestro sentimiento con el del prójimo que tenemos al lado, ni
nuestras tasas de enamoramiento. Y cuando juramos amor eterno, lo hacemos a
sabiendas que tanto el ser que ama como el amado llevan en sus cuerpos la
indeleble marca de la caducidad del tiempo. ¿Qué hubiera sido del perenne amor de
Romeo y Julieta si la desventura suicida no se hubiera cruzado en su camino? ¿Acaso
seguirían siendo en su senectud amantes dichosos que comían las infelices
perdices abundantes entonces en la campiña de Verona?
Algo similar ocurre con el
Dolor, un tormento que frecuentemente ha nutrido la inspiración de aedos, vates
y rapsodas. Desde el punto de vista patológico, el dolor es una sensación
compleja y subjetiva, pues cada quien lo percibe y sufre de distinta manera.
Por si fuera poco, en el mismo individuo, nada tiene que ver un dolor de agudo,
por ejemplo de oídos o de muelas, con otro tipo de dolor intenso y urgente de
tipo visceral, como un cólico nefrítico. Y mucho menos con dolores crónicos,
sordos, menos intensos pero no por ello más tolerables debido a su duración.
Un
estudio publicado recientemente en el European
Journal of Pain afirma haber encontrado la influencia del sexo y de la raza
en la tolerancia al dolor. Las investigaciones se han llevado a cabo en la
Universidad Metropolitana de Leeds por el equipo del Dr. Osama Tashani.
Participaron en el mismo 200 voluntarios durante un periodo de dos años. En líneas
generales, los hombres demostraron una mayor tolerancia al dolor que las
mujeres. La mayor sensibilidad femenina se ha sido explicado como en otras ocasiones, debido a causas hormonales y socioculturales. Los estrógenos incrementan los
niveles de alerta y de actividad del sistema nervioso, y por lo tanto influyen
en la transmisión del dolor. Por su parte, la testosterona masculina incrementa
el umbral de tolerancia al dolor. Sin embargo, el dolor del parto sería más
soportable para las madres debido al efecto de las endorfinas, sustancias analgésicas
muy potentes fabricadas por el propio organismo. Respecto a las condiciones étnicas,
los británicos de raza blanca presentaron una mayor sensibilidad al dolor que
los voluntarios libios participantes en el ensayo.
Podemos preguntarnos: ¿hasta
dónde ha influido la genética y hasta dónde la cultura de cada grupo? Mientras
Aloysius busca una Aspirina ® para su dolor de cabeza, ambos seguimos pensando
que todavía quedan pendientes cuestiones muy interesantes para seguir
investigando.