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24 noviembre 2012

CRÓNICA DE UNA ARTROSCOPIA ANUNCIADA




Amanece sobre Ourense a través de mi imagen reflejada en los cristales. Poco a poco, tonos rosáceos incendian el cielo y otros, ambarinos, se van reduciendo a diminutos puntos velados, apenas farolas de luz mortecina que todavía creen que es de noche en las calles.

He repasado de memoria, una a una, todas aquellas complicaciones que pudieran acarrear una artroscopia y la anestesia raquídea: dicen que los pesimistas miran a un lado y a otro antes de cruzar una calle de una sola dirección.

Hoy toca jugar a pacientes. Un pequeño ejército uniformado de verde quirófano se ha puesto en marcha, sincronizadamente. Un antiguo compañero de la escuela es hoy el barbero que rasura con delicadeza mi muslo y rodilla. Apaga la maquinilla eléctrica deseándome suerte y yo me quedo observando su labor. Mi pierna es ahora un exvoto de pálida cera, uno de los que cada 11 de julio ofrecen a San Benito sus fieles devotos en la ermita da Cova do Lobo, cerca de O Tangaraño.

Una amable enfermera solicita permiso para cogerme una vía. Ya no emplean agujas metálicas, sino unos modernos artilugios plásticos. Mi pellejo se resiste a ser traspasado. Acude a mi el recuerdo de aquella canción de Enrique Urquijo y Los Problemas, cuando una y otra vez Sor Ivonne le pinchaba el suero de la verdad... Mientras el sistema de punción encuentra por fin una vena, escucho un suspiro: esta piel es más de obrero metalúrgico que de médico…

Sonrío, por la pinta que tengo, con uno de esos camisones unisex de los hospitales, tan ridículos como prácticos, tocado con un gorro esmeralda y unas reducidas calzas de papel: ¿será posible que esta noche se me hayan agigantado tanto los pies?

Me acuesto sobre la mesa del quirófano, estrecha como la tabla que te salva de en un naufragio. La luz que baña la escena procede de una lámpara de led, una moderna Dräger alemana que evoca otros nombres, y consigo evadirme a un pueblecito pesquero, en verano, en el sur de la isla de Amager. Y así, por un breve instante, he dejado de ser el cadáver en la lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp.

La hueste disciplinada se ha puesto en marcha, unos hacia un brazo, otros hacia la pierna que va a ser operada. Un pinchazo certero en la espalda y mis piernas dejan de pertenecerme. Veo la punta de los dedos de mi pie derecho alcanzar alturas imposibles. Apenas siento la dulce ebriedad de la sedación y el tiempo discurre con inusitada rapidez. A lo lejos escucho el cuchicheo de los cirujanos. En la nuca, noto la tenue vibración del torno en miniatura que fresa los bordes del menisco y los cartílagos dañados.

Cuando la intervención ha finalizado, ya sobre mi cama de la sala de recuperación, intento mover las piernas y no puedo. Me concentro para tratar de hacerlo de nuevo, pero cualquier esfuerzo resulta inútil. En apenas una hora, un hormigueo es el heraldo de la desaparición de la anestesia. Durante todo ese tiempo, la empatía me abre las puertas de aquellos prójimos cuyos cuerpos están entumecidos a causa de un accidente o de una enfermedad. “Piernas enclenques tendré, pero está en flor el monte Yoshino”, escribió el maestro Matsuo Bashô en el siglo XVII. Lo malo es cuando la parálisis es para siempre…

Observando el lento destilar del suero del gotero, poco a poco me abandono al sueño, esperando que vuelva la cotidiana historia: “mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte”…

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