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17 junio 2012

PAPEL




Trepando loma arriba, la camioneta detuvo el traqueteo frente a la finca de Doña Joaquina, en plena mancha de una sombra que a aquella hora medraba entre dos acacias rojas, preñadas de flores. El patrón se bajó resoplando, con el cigarro en peligroso equilibrio entre sus labios resecos. Aunque todavía era temprano el calor ya comenzaba a apretar. De la trasera saltaron dos mulatos macilentos, como activados por un resorte.

Doña Joaquina, bata y rulos, saludó al patrón con un poco amistoso – menos mal, que ya eran horas – e hizo chirriar para los peones la vieja cancilla de la entrada. Los chicos descargaron el género: un lavabo, un espejo, tres sacos de cemento cola, una bañera con patas doradas, que por instante centellearon al sol antes de apagarse definitivamente, y un retrete completo, con su cisterna.

Doña Joaquina, que había pasado dos meses durmiendo ininterrumpidamente un sueño poliédrico, dicen los vecinos que por la picadura de un insecto tornasolado, no parecía tan fiera como la pintaban. Cuando se enteró por el teléfono, por fin, que le traían el encargo para su nuevo cuarto de baño, desde primera hora de la mañana mantuvo fresca una jarra de limonada para obsequiar a los obreros.

Los mulatos depositaron la mercancía en el centro del patio. Entraron en la  cocina en fila india tras el patrón, que se sacudía de la pechera la ceniza del cigarro. Doña Joaquina repartió vasos y servilletas, sirviendo generosos chorros de limonada con una jarra de vidrio amarillo.

En plena cháchara, cuando más distraídos todos estaban, la perra ladró tres veces y entonces escucharon una vocecita infantil que chillaba:

-      - Papel… Papel… ¡Papeeeeeel!…

La negrita de la esquina, espeso enredo de rizos y cintas de colores, con las braguitas bajadas y los pies colgando en el aire había decidido estrenar el flamante váter de Doña Joaquina.

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