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06 diciembre 2014

TRATANDO EL ÉBOLA


El jueves pasado, gracias al Foro La Región y a la Cruz Roja ourensana, tuve la oportunidad de escuchar a Cristina Castillo, una cooperante de esta institución humanitaria que ha trabajado en situaciones de emergencia en Filipinas, Haití, los Balcanes y Sierra Leona. 

En este paupérrimo país africano, uno de los más desfavorecidos del mundo, con una mortalidad infantil intolerable y una esperanza de vida que ronda los 45 años, Cristina relató su experiencia personal en el remoto hospital de Kenema. Durante su exposición, destacó el importante papel que allí desempeñó el personal técnico, desde los obreros que desbrozaron y allanaron el terreno, pasando por los encargados de construir en el medio de la selva un hospital de características tan especiales, hasta los expertos en depuración de las aguas, desinfección de trajes y enseres, los responsables de logística y aquellos otros que quizás desempeñen la labor más peligrosa, los servicios funerarios. 

Y es que el virus del Ébola es especialmente peligroso en los últimos momentos de la vida. Su máxima virulencia se produce durante la agonía y el fallecimiento del enfermo. Mudar ancestrales costumbres relacionadas con la despedida definitiva de los seres queridos, en un entorno cultural tan diferente al nuestro, representa para los trabajadores sociales una labor de titanes. En Kenema, no todo se reduce al trabajo de los médicos y las enfermeras. 

En España, debemos en gran parte el conocimiento de esta enfermedad al contagio de la auxiliar Teresa Romero, cuya enfermedad fue seguida minuto a minuto por los medios de comunicación. En Sierra Leona, todo es diferente. No existen extraordinarias medidas de tratamiento, sino que la suerte de los pacientes depende de los cuidados paliativos, en especial hidratación y alimentación adecuadas, y la capacidad individual de desarrollar anticuerpos contra el virus. 

La prestigiosa revista médica “The Lancet” se hacía eco de la opinión de dos expertos, Ian Roberts (Escuela de Medicina Tropical de Londres) y Anders Perner (Universidad de Copenhague). Ambos destacaban que los centros de tratamiento del Ébola deberían ser algo más que meros recintos de cuarentena. 

En este aspecto, coincidían plenamente con Cristina Castillo, pues los enfermos debe entender que en el hospital les van a proporcionar un mejor cuidado que en sus propios domicilios. En Sierra Leona, Liberia, y Guinea Conakry, los pacientes se mueren por culpa de la deshidratación extrema y el déficit de los electrolitos causado por vómitos y diarreas. Los expertos defienden que la simple reposición por vía intravenosa de líquidos y otras sustancias vitales sería capaz de salvar a muchos de ellos. 

Siempre me ha llamado la atención el hecho de que alguien decida un buen día abandonar la comodidad que disfruta en el mundo occidental para embarcarse en estas peripecias de incierto futuro. ¿Cuál es el motivo? ¿Un espíritu aventurero e inconformista? ¿Un especial sentido de la solidaridad? ¿El amor al prójimo? ¿Una inquebrantable fe religiosa? ¿Un compendio de todas estas emociones? ¿Algo que todavía no alcanzamos a comprender? Cuando alguien le preguntó a Cristina por qué había escogido ese tipo de vida, ella contestó con una brillante sonrisa: “me siento útil aquí, pero me siento más útil allá”. Tal vez ahí se encuentre el ejemplar secreto.

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