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27 octubre 2006

EL MIEDO


IMAGEN: "La Xia, el miedo de tener miedo..."
Memo Vasquez

El miedo campa a sus anchas por Galicia en estos días. Una vez más, han saltado todas las alarmas ecológicas, con el agua de las lluvias otoñales desbordando los cauces de los ríos y las playas de marisqueo cubiertas por un potaje espeso de barro y ceniza. Hete aquí una inicial definición del miedo: la alerta permanente de nuestros paisanos ante la presencia de un peligro bien real.



Es bien cierto que, en las consultas de medicina, con frecuencia nos enfrentamos con el miedo a morir, ese recelo a que suceda lo contrario a lo que esperamos, que es simplemente seguir viviendo. El gélido y cortante temor a la enfermedad y a la muerte. Pero existen muchos otros miedos parecidos: el pánico a enloquecer, a perder la libertad, al dolor, el miedo cruel a la soledad, a lo desconocido, a la incertidumbre, a la nada. Todos son afluentes torrenciales del caudaloso río que siempre supone el recelo a morir. Una aprensión como la que a buen seguro atenazaba las entrañas del poeta ruso Osip Mandelstam cuando escribió: “produce terror, como el comienzo de las cosas terribles. Para todos es el círculo sin bosque, e incluso el cuervo siente miedo”.


Dice acertadamente Albert J. Jovell que la medicina se olvida con demasiada frecuencia del miedo, que se estudia en los tratados y en las facultades que la enfermedad puede producir dolor, pero nunca que siempre lleva aparejado el miedo. Y lo peor es que el enfermo difícilmente controla su miedo, porque siempre viene alguien y se lo recuerda.


En los últimos días, dos pacientes bien diferentes me han consultado sus miedos. Un primer paciente, afectado por un tumor maligno que, a pesar de los heroicos tratamientos a los que se ve sometido, progresa en su ardua porfía por mermar la salud de su huésped. Un segundo paciente, un transplantado, desconfiado ante los efectos secundarios de la medicación inmunosupresora que se le administra, y que además sufre atenazado por la incertidumbre que le provoca la caducidad de su transplante.


El paciente oncológico se encuentra apesadumbrado por el temor lógico a que su enfermedad le consuma y le haga perder la vida. Es el gran miedo común a todas las enfermedades degenerativas. La zozobra de sentir cómo las vías de agua van abriendo poco a poco las cuadernas de tu propio navío vital, amenazando con hundirlo antes de alcanzar beatíficas playas. Es el mismo canguelo que acobardaba a Max Von Sydow, mientras jugaba aquella definitiva partida de ajedrez contra la Innombrable en “El séptimo sello”, de Ingmar Bergman.


Bien distinta es la turbación del paciente transplantado. Tal vez ha estado demasiado tiempo sumergido bajo el agua a punto de ahogarse, pero su instinto de supervivencia le ha empujado a asirse a la tabla de salvación que supone el nuevo órgano adjudicado. Volver a nacer, como muchos de ellos cuentan. Pero siempre permanece sobre sus cabezas revoloteando el recelo a que el madero pueda hacerse mil pedazos ante los embates del tiempo, para encontrarse una vez más a merced del oleaje.


Se convierte en el pavor a una fecha de caducidad que ha sido establecida con anticipación terriblemente anunciada, como si de los replicantes de “Blade Runner” se tratara. Es el espanto del rubio y fornido Nexus 6 que agoniza en los tejados, anhelando todos los momentos que ha vivido y que se perderán como lágrimas en la lluvia.


A la espera de un transplante, un paciente se quejaba: - "en diálisis, la vida se cubre de un velo de inmensa tristeza, pues todo se muestra como una tarea ética. La situación no puede ser de otra manera, ¡quedan pocos motivos para seguir luchando! Que haya tanta ética es algo tan ridículo, por cierto, como el suicidio -".


De momento, a todos nos aguarda idéntico fin. Como sabiamente cantaba su amargura el poeta Ungaretti: “pasa la golondrina y con ella el verano, y también yo, me digo, pasaré…” Más tarde o más temprano, todos pasaremos. Sin miedo.

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