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04 noviembre 2009

RUIDOS, ESTRUENDOS, ZUMBIDOS


"Too loud!" de tanakawho, en Flickr TM

Los diccionarios definen la palabra ruido como un sonido inarticulado y confuso, de intensidad más o menos fuerte. Pero si hiciéramos una encuesta de esas de pie de calle, la mayoría de nuestros paisanos añadirían a dicha descripción los calificativos excesivo y molesto.

Hace unos días mi trotamundos Aloysius hubo de viajar a la capital del reino, por unos asuntillos de negocios. Se hospedó en un moderno y remozado hotel a caballo entre las plazas del Ángel y de Santa Ana, antaño centros neurálgicos del Madrid castizo. El mordaz me contaba que al aposentarse en su cuarto, se soprendió por el detalle que la dirección del establecimiento había posado sobre una de las mesillas: una bolsita muy cuca, de colorista tela, con dos tapones de silicona para los oídos.

Aprovechando la cercanía del Café Central, guió hasta allí sus pasos para ver qué actuación de jazz estaba programada para esa noche. Y su asombro creció, pues en la cristalera del establecimiento se encontró una nota pegada rogando que nadie diera dinero a los músicos callejeros. La razón no tenía nada que ver con la competencia desleal, sino más bien con el ruido nocturno que incordia e impide el descanso a los sufridos vecinos de la zona. No muy lejos de allí, en una esquina de la C/ Espoz y Mina, los moradores de un inmueble continúan su encarnizada lucha contra el pub que se aloja en su bajo y sótano. El motivo, una vez más la algarabía nocturna.

Y es que para que el ruido se convierta en un contaminante, y por lo tanto repercuta sobre la salud humana, no hace falta que existan estruendos y bullicios. Estudios llevados a cabo por la Unión Europea estiman que unos 80 millones de prójimos están expuestos a niveles de ruido ambiental superiores a 65 decibelios, y otros 170 millones de paisanos soportan niveles situados entre 55 y 65 decibelios. Además de insomnio, fatiga y estrés, por encima de los 60 decibelios pueden aparecer síntomas tales como taquicardia, dolor de cabeza y aumento de la presión arterial, por ejemplo. Niveles superiores (80 decibelios o más) llegan incluso a provocar cambios metabólicos como descompensación diabética o aumento del riesgo cardiovascular.

Durante tres largos años, mi familia soportó el botellón nocturno que como una plaga bíblica invadía la Plaza de las Mercedes de jueves a domingos. En verano, casi de madrugada, llegamos a asistir desde nuestra privilegiada tribuna a intensos tour-de-force entre contumaces de los tambores y de los darbukas. En invierno, desde el anochecer, aguantamos las serenatas callejeras improvisadas por insufribles aprendices de gaiteiros, empeñados en destrozar (o en versionear a lo punk) tradicionales alboradas, jotas y muiñeiras.

Mientras Aloysius cruzaba O Padornelo de regreso a Ourense, en la emisora de radio sintonizó las opiniones que los oyentes de un programa dejaban en un contestador automático. Y a una hippie chic escuchó pontificar: “hay que ser tolerantes; al que no le guste el ruido de la música callejera, que se vaya a vivir a otra parte…” Y no me rayes, colega, tolerantes superguays de la onda y el buen rollito. Divina de la muerte, oye tú.

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