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14 febrero 2010

PALABRAS


Repasando unas fotografías sobre algunos de los viajes del pasado me acordé de aquel pensamiento que CRONICUS me hizo llegar en una de sus perspicaces misivas: ¡cuántas imágenes guardas en tu retina!...

El Coliseo cercado por una horda de apacilbles turistas japoneses, apenas defendido por un enojoso manípulo de romanos de pacotilla, la fuerza del viento soplando sobre las playas de Tarifa, el desierto tunecino y el majestuoso anfiteatro de El Djem, eregido por los apostantes de la ruta de las caravanas, la lluvia pertinaz y el Big Ben, dando la hora en el cosmopolita Londres, una flecha de estorninos anunciando el buen tiempo mientras alegres sobrevuelan el Jardín del Posío en Ourense, un castillo de arena caraqueña moldeado en la lejana infancia en La Guaira, la Torre Eiffel, engalanada para la final del Mundial de Rugby 2007, las flores de la eterna primavera colombiana en Medellín, las rubias majorettes desfilando por el Tívoli, en Copenhague, las huellas de Mararía y de los lagartos sobre las arenas negras de Lanzarote, el esquivo tercer hombre escondiéndose en el Pratter vienés, el mar batido y gélido de Riazor, en La Coruña, un amanecer desayunando ron y fruta en la piscina del Hotel Embajador, en Santo Domingo, el sol hundiéndose en el frescor de las olas del poniente en el Templo de Tanah Lot, en Bali, las sabinas vencidas por el obstinado viento en la Isla del Hierro, la humilde casita de Egaz Monis en Guimaraes, la Hoz del Sil cortando en dos el paisaje fronterizo entre Ourense y Lugo, el fantasma de James Joyce extraviado entre la niebla de Dublín, los níveos cerezos en flor del Valle del Jerte, el tornasol protector del estrecho paso que protege la entrada en Petra, la grecorromana Taormina, las infinitas cuestas y fuentes de agua potable de la muy pulcra Basilea, la Mezquita de Córdoba retando a la Alhambra de Granada, las picaduras de los mosquitos que surgieron del herbazal donde un día existió Treblinka, las frituras y las cañas de cerveza en las terrazas de la Plaza Real de Barcelona, el sosiego vespertino de las sombras, en el claustro del convento de San Marcos en Florencia, el retorno a la época de la conquista de América en Santa Fe de Antioquia, el manto naranja y verde que perfuma con la misericordia del azahar los arrabales de Valencia, el silencio bizantino concentrado en los muros de Santa Sofía, en Estambul, las nervaduras de madera fosilizada que soportan el Drago milenario de Icod de los Vinos, recortado sobre la majestuosidad del Teide omnipresente, los lagos de la alta montaña asturiana, las gaviotas luchando contra el viento en los acantilados de las Islas Cíes, el calor del verano concentrado en el viejo barrio pesquero de Cádiz...

Todas esas imágenes encuentran el abrigo protector en las estancias de mi mente. Porque son palabras... y sí así no fueran, no llegarían a existir. Pues como dijo Ludwig Wittgenstein, los límites del lenguaje son los límites de mi mente. La demencia es terrible, pues borra nuestros recuerdos cuando las palabras empiezan a vaciarse de su significado.




1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Oh!: los cerezos en flor...