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28 enero 2017

ESPERANZA


Vestía de un negro tan pulcro donde las motas de polvo no querían posarse. En contraste, recogía su cabellera completamente blanca en un coqueto moño que tocaba su cabeza, como una corona trenzada. Había sacado adelante a siete hijos y diez nietos. Se le notaba en las manos, vigorosas, cálidas, enrojecidas. Una veterana dama de casa. Venía a despedirse. Así de sencillo. Ese día no necesitaba remedios ni diagnósticos. Una consulta tan especial que daba lástima que pasara a engrosar las estadísticas de los actos médicos administrativos. Merecía brillar con mayúsculas en aquella historia clínica anodina, algún catarro que otro, apenas un par de cefaleas y la resignación de la artrosis sobre sus rodillas y caderas.

Una primavera tormentosa agonizaba en tardes anticipando el bochorno empalagoso que habría de venir. Me contó que se marchaba para una residencia de ancianos, noventa y un años recién cumplidos, pero es que el último nieto que vivía con ella acaba de finalizar sus estudios universitarios y ya no necesitaba de nadie que le planchase las camisas y le preparara las lentejas. Palabras textuales. Sorprendido por el aviso le pregunté por el resto de su familia. Viuda desde hacía tres décadas, sus vástagos se perdían entre la emigración americana y europea; la hija que le quedaba en la aldea no podía hacerse cargo de ella. Entonces decidió partir hacia el lugar que vería apagarse sus días, resignada, sin una sola lágrima, que ya bastantes había vertido a lo largo de su vida.

Esta es la historia de Esperanza, que si bien no es completamente cierta, bien podría serlo. Se estima que más de 14000 personas mayores viven solas en la provincia de Ourense, 600 en el municipio capitalino. Repasando las hemerotecas resulta que en el 2013 eran 11000. La cuenta sigue en ascenso. No es difícil entender que cada una de ellas representa una historia de desesperanza. La mayoría son mujeres, que aunque suelen enfermar con más frecuencia por el momento continúan siendo más longevas. Echándole un vistazo el otro día al reportaje publicado en La Región sobre todas estas cuestiones me encontré dos rostros conocidos: el de Dolores Traver y el de Paco Casillas, que cada año me regala un libro. Posaban sonrientes y apenas se quejaban. Como Esperanza. Pero a pesar de los esfuerzos estatales, autonómicos y municipales, junto al de diversas entidades particulares, la mayoría de estos prójimos continúan siendo especialmente vulnerables. De tanto repetirse este tipo de noticias ya no representan ninguna novedad. Y si la muerte precoz no se interpone, probablemente sea ese el destino que la vida nos deparará a la mayoría de los que leemos estas reflexiones.


Por el momento, el final de nuestra existencia es inexorable. Pero no me digan que no es muy triste que solamente en nuestra ciudad cada año media docena de vecinos dejen de existir en la soledad más absoluta. Para evitarlo, los expertos recomiendan hacer uso de los servicios de alerta y teleasistencia, que solucionan problemas y salvan vidas. 

La otra tarde, cuando la oscuridad le ganaba la partida al día, me pareció ver a una anciana enlutada con una pequeña maleta en la mano. Entonces, una vez más, me acordé de Esperanza.

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